En efecto, estoy cansado de la hipocresía. Supongo que España debería prolongar la vida de las centrales nucleares o llegar a mejores acuerdos con países exportadores de gas más próximos geográficamente, por mucho que moleste a Estados Unidos. Tener una factura de la luz barata debe ser una prioridad nacional, puesto que es una ventaja competitiva.
Yo siempre he aceptado ser un emigrante pobre porque el dinero y la ética nunca se han llevado bien. Tal vez por eso conocí a una gitana llamada Lena Grave en los pasillos de un hospital de Stuttgart, mientras permanecía callada en una sala de espera. Por supuesto que todos miraban con condescendencia a la mujer. Y no solo porque pensaban que un alemán, el padre de su criatura, la había abandonado, sino también porque en Alemania no había Seguridad Social. Estaba embarazada y había recorrido sola un largo trecho a pie, por carreteras llenas de polvo, solo para buscar al padre de su hijo.
Ahora estaba contenta porque unos desconocidos le habían dicho que trabajaba en una fábrica de Volkswagen, al otro lado de la ciudad. Por supuesto, el alemán no estaba allí. Yo tenía apenas veinte años y eran los tiempos del marco y la peseta. También a mí me miraron con desdén y nunca les escuché entonar el mea culpa. Nos querían solo unos meses para evitar hacernos fijos.
Me pusieron a cargar cajas durante doce horas al día, seis días a la semana. En efecto, había cometido la locura de irme a trabajar a Alemania sin saber alemán. Pero como no soy demasiado estúpido, pronto aprendí un improvisado truco para que me pagaran sin ir a trabajar. Fue muy fácil. Solo tuve que seducir a una hermosa teutona delante de mi capataz. Muerto de celos, me dijo que no viniera más. Naturalmente, yo fui a cobrar cada final de mes a la oficina de cobro, puesto que oficialmente no había recibido ninguna clase de despido.
Así estuve cobrando varios meses bajo la atónita mirada de mis compañeros. «¿Tú no trabajas hoy?». Me preguntaban. «Hoy es mi día libre, les contestaba». Ya desde entonces me sorprendió la doble moral alemana. De hecho, me hice un amigo, un mulato con el que coincidí los primeros días en el tajo, y la ironía del destino hizo que el escurridizo padre de la criatura de Lena, lo acusara sin pruebas de matar a una mujer blanca y alemana, que había muerto, y con la que el mulato mantenía una relación.
Es cierto que allí la gente tiene más dinero que en España. De hecho, mis jefes me proponían innumerables negocios para que me quedara con ellos, pero yo ya comencé a vislumbrar las zonas grises de las costumbres de aquel lugar. Por ejemplo: me angustió ver esa estricta ética, que luego explotaba con brotes de inmoralidad total y súbita. Me acuerdo de la política verde y moralista, que muchos años después llevaría al continente a erigirse como ejemplo de la lucha contra el cambio climático.
En efecto, ese punto de vista idealista, llevó al cierre de centrales nucleares y a cobrar a las empresas por las emisiones de CO₂, pero sobre todo, a una peligrosa dependencia del gas ruso. Poco después, me volví a España, justo cuando Lena en total soledad, daba a luz. ¿Qué habrá sido de ella? No lo sé. Hay tantas cosas que ignoro. ¿Seguirá siendo tan divertida la oktoberfest?
Yo solo volví a pensar en Alemania, cuando Volkswagen se vio sumida en un escándalo mundial por haber instalado ilegalmente un software para manipular los resultados de los controles de las emisiones contaminantes de los automóviles que circulaban por sus calles, y que además había exportado a medio mundo.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.