Probablemente, Mandariinid sea, de las recientes opciones al Óscar a mejor película extranjera de esta temporada mucho menos redonda en comparación con sus competidoras Timbuktú o Leviathán, más vista, más asequible, más amable dentro de su dureza, pero tiene la enorme virtud de su concisión, de sus diálogos escasos, de los espacios cerrados y del absurdo de la guerra cuando los combatientes tienen que compartir comida y cama en una tregua forzosa por su condición de convalecientes en territorio neutral.
Crítica de la película Mandariinid
Cómo se gesta una coproducción entre Estonia y Georgia sería digno de saber, porqué emigraron miles de estonios a Georgia a lo largo del siglo XIX también me da curiosidad, pero lo que empieza a ser una constante, tras la desintegración de la URSS en una pléyade de mayores o menores repúblicas independientes, es la voracidad del oso ruso, la innegable vocación imperial del gigante euroasiático, dispuesto a dividir en provecho propio y a conseguir anexiones o alianzas duraderas para ampliar su potencial geopolítico. Uno de esos conflictos desmembró Georgia, como ahora Ucrania, en una guerra con dos repúblicas hasta entonces nunca oídas, Abjasia y Osetia, sospechosamente armadas de la noche a la mañana, y en ese panorama histórico se desarrolla esta breve película en medio de un campo de mandarinos.
En una comunidad estonia, de la que apenas quedan habitantes, pues han preferido abandonar la región y volver a su país originario para no perder lo más importante, que es la vida, un par de agricultores de origen estonio permanecen empeñados en recoger la producción anual de mandarinas cuando se ven atrapados en medio del conflicto, dos mercenarios abjasos de origen checheno y tres georgianos se enfrentan a tiros frente a la casa de Ivo, como resultado uno de cada bando sobrevive, y a duras penas Ivo y Niko cuidan y curan a ambos salvándolos de una muerte segura.
El devenir de la historia de Mandariinid puede ser previsible, del odio inicial a la convivencia forzada, los dos soldados van desdeñando la idea de matarse una vez dada la palabra de que no lo harán en la casa del anfitrión, pero la guerra suele incorporar circunstancias ingobernables ajenas a la voluntad de los protagonistas. En la figura del anciano Ivo no deja de sentirse el peso de un dolor irrecuperable, el peso de ausencias más duras que las de la nieta que ha huido a Estonia, un dolor de los que ancla a un territorio aunque no sea tu verdadera patria, si es que eso existe, un dolor que te hace renunciar a la seguridad de un territorio en paz decidiendo quedarte donde siempre has vivido con el riesgo de que cualquiera de los dos bandos termine considerando que eres un traidor y quiera eliminarte.
La película acaba cuando más complicada se hace la continuación, cuando el giro argumental necesario para demostrar lo absurda que es una guerra civil sitúa a Ivo y su huésped checheno en una situación de difícil futuro, pero quizás sea lo mejor, acabar cuando el laberinto puede volverse irresoluble, dejar que cada uno haga su vida en el futuro como pueda o como le dejen, con el recuerdo de una familia lejana en cada caso. En esta película se advierte el tono de las películas fronterizas a lo bélico rodadas por Kusturica y Paskalievic, pero sin el humor desaforado y violento de los Balcanes, sin el ritmo acelerado de la música zíngara para bodas, bautizos y funerales, el Caúcaso tampoco ha sido un remanso de paz en la historia de la humanidad, aunque haya mandarinas para todos, terminarán pudriéndose en los árboles como los cuerpos muertos antes de tiempo bajo tierra.
Estreno 30 de abril de 2015
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.