Mi vecina MariChús era muy particular. Siempre iba en bata, incluso cuando bajaba a comprar el pan o hacer algún recado. Mis encuentros con ella eran casuales, el rato que coincidíamos en el ascensor y la charla de después, en el rellano. Me gustaba escuchar sus anécdotas y aquella forma tan especial que tenía de hablar, conjugando de manera caótica singulares y plurales:

– Mis hijo no viven conmigo – me dijo una vez- pero yo estoy contentas porque tengo   todo el pisos para mi.

– Dirás todo el piso- respondí intentando corregir su gramática.

– Yo soy andalusas pero viví en Cataluñas mucho tiempo. Luego me vine a Madriz y ya tengo unas macedonia en la cabezas….que no sé cómo aún no he perdido los estribillos.

– Querrás decir los estribos

– Pues, eso, los estribillos.

MariChús era auténtica, tan auténtica que no tenía reparo en plantear sus ocurrencias en las reuniones vecinales. En una ocasión, propuso poner hilo musical en el portal, ofreciendo sus discos de Raphael para tal efecto. En un intento de convencer a la audiencia, MariChús compartió su amor e idolatría por el artista contando que, en el mueble del recibidor, una foto enmarcada del cantante compartía espacio con la de su hijo (vestido de comunión) y la de Vicente, su marido fallecido hace más de dos décadas. Antes de salir de casa, les daba un beso a cada una y se santiguaba. Así lo contaba todo MariChús, con una naturalidad que sorprendía y fascinaba al mismo tiempo. Nadie la tomaba muy en serio, pero todos agradecíamos la frescura que aportaba en las reuniones de vecinos con cada intervención, siempre ataviada con su bata de paño y sosteniendo en los brazos a sus mascotas.

Sí, MariChús tenía dos perros llamados Deivid y Bogüi, que su hijo (fanático del rock progresivo) le regaló antes de marcharse a Estados Unidos con la intención de llenar el nido que, irremediablemente, se quedaba vacío. Se trataba de dos pequeños chuchos color marrón que habían sido rescatados de un refugio. MariChús se dirigía a ellos como si fueran su hijos utilizando expresiones como: mamá se va a enfadar como sigáis ladrando o ¿quienes son los niños más buenos del mundo y se van a comer este hueso?

En invierno, resultaba especialmente divertido observarla hablando de este modo con los animales, ya que éstos iban vestidos con jerseys de lana gorda y chubasquero.

Pero una tarde todo cambió. Escuché los gritos de MariChús al otro lado del pasillo y salí corriendo para saber qué estaba sucediendo.

– Ay, Marta…Martita….los perro -dijo entre sollozos cuando le pregunté qué ocurría- los perrito no están. Ya sabes que les daba miedos subir en ascensor conmigos y por eso subían solos, ellos solitos por las escalera. Nos encontrábamos siempre en la puertas pero hoy no Marta, hoy no. ¡Se los han llevado Martita, han secuestrado a mi David y a mi Bogüi!!!

Intenté tranquilizarla proponiendo acudir a la policía y pegar carteles por el barrio.El resto de vecinos se unieron y, durante algo más de una semana, intentamos encontrarlos sin éxito. MariChús continuó con la búsqueda un mes más, preguntando en los comercios, acudiendo una y otra vez a la comisaría e incluso abriendo una página de facebook para pedir colaboración. Los perros nunca aparecieron y MariChús cambió completamente de actitud. Se volvió una persona huraña. Golpeaba con frecuencia la puerta de los vecinos de la planta inferior aludiendo exceso de ruido, acudía a las reuniones únicamente para exponer sus quejas, arrancaba las flores de los descansillos y dejaba tirada su bolsa de basura en el ascensor. Nadie se atrevía a dirigirse a ella, pues siempre respondía con un mal gesto o un comentario ofensivo hacia su interlocutor. Atrás quedó aquella mujer amable y cariñosa que siempre nos hacía sonreír.

Tiempo después, me llamaron para trabajar en Valladolid y tuve que marcharme de Madrid. Durante unos meses, mantuve contacto con Filo, la vecina del segundo, quien me contó lo sucedido con MariChús:

– La han ingresado en un centro de salud mental. Ha sido a la fuerza hija, porque resulta que intentó agredir al presidente de la comunidad con un cuchillo. Hay que ver cómo están las cabezas, como puede cambiar alguien por unos perros.

– Ay que ver, si…-dije antes de despedirme y colgar.

No quise decirle a Filo lo que pensaba, no me iba a entender. Algunas veces, la pérdida se convierte en un disparador de algo que permanece latente desde mucho antes, esa vulnerabilidad que intentamos tapar depositando nuestra felicidad en el otro, en lo externo. Necesitamos algo o alguien a quien echarle la culpa de todo cuando lo perdemos porque, de esa manera, esquivamos la responsabilidad de afrontar quienes somos o qué nos pasa en realidad. MariChús no cambió, MariChús se quedó sola y miró de frente a su dolor. Quizá nunca lo había hecho antes y su tristeza solo pudo escapar de manera violenta. Igual tuvo que ocurrir aquello para que MariChús recibiera la ayuda que necesitaba. Cuando te marchas tan lejos que no puedes observar los límites, descubres que es el momento de volver a ti, de volver a casa.

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