A los nacionalistas españoles les está pasando por encima la voluntad, de una gran parte del pueblo catalán, de decidir si quieren seguir siendo parte del Estado Español o convertirse en una república soberana. El derecho de autodeterminación no está recogido en una Constitución que fue elaborada con los poderes del franquismo manejando la dirección e imponiendo el artículo 2, que forma parte del ADN de la derecha más reaccionaria y que tantos muertos ha provocado en la historia del Estado: “la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…“. Indisoluble unidad e indivisible. El derecho a la autodeterminación no cabe en este marco.
El artículo 23.1 nos dice que “los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes…“. Excepto en aquellos asuntos que afecten a la indisoluble unidad de la nación española y al jefe del Estado, el rey, símbolo de su unidad y permanencia. Si en aquel momento se hubiera incluido un artículo que pusiera en peligro la unidad de la nación se habrían escuchado ruidos de sable por parte del ejército y el fascismo español hubiera enseñado los dientes. Esta amenaza condicionó el articulado y convirtió la democracia formal en una defectuosa. La Transición bebió de la esperanza de muchos ciudadanos pero también de la amenaza y del miedo. El Estado Español tenía así dos prohibiciones. No podíamos elegir convertirnos en una república ni separarnos de la nación española. Al final los ciudadanos tienen el derecho a participar en aquellos asuntos que se les permite participar. Las líneas rojas no se pueden traspasar.
A los españoles nos educaron para rechazar las aspiraciones nacionalistas [las de los otros] e independentistas. ¡Qué van a hacer sin nosotros! ¡No podrán sobrevivir! ¡Su idioma es minoritario e irrelevante! Los independentistas son reaccionarios, intolerantes y terroristas. Fue un lavado de cerebro en toda regla en el que participaron los poderes públicos y los grandes medios de comunicación. Las conversaciones se tensaban cuando se argumentaba a favor de la posibilidad de que pudieran decidir. Afirmar que existía este derecho era como si estuvieras a favor de ETA o Terra Lliure. Te convertía en un simpatizante de los terroristas y en un enemigo del Estado. A veces la condescendencia era la herramienta argumentativa para abordar a un defensor del derecho de un pueblo a decidir su propio camino. Esa seguridad de que la independencia era imposible les elevaba por encima de los demás y se burlaban o desdeñaban al oponente. Hoy la sonrisa se ha convertido en una patética mueca petrificada.
La Constitución y las leyes fueron construidas conscientemente para evitar la división del Estado. Mejor dicho: para evitar un ejercicio democrático. Por eso saltarse una legalidad ilegítima es un deber democrático de cualquier persona que se considere a sí misma demócrata. El argumento de la legalidad es, en realidad, una trampa dialéctica que viene a significar volver al redil. Nos dicen que respetemos una legalidad que no permite ejercer un derecho democrático para volver a entrar en el juego de las leyes que impiden, retrasan o prohíben ese derecho. Nos dicen que respetemos la sacrosanta Constitución que se fundamenta en la indisoluble nación española. Esa Constitución que tantas dificultades presenta para ser retocada o reformada excepto si se trata del artículo 135. Si el Govern ha optado por desobedecer es porque no ha habido otra opción hasta el momento. Marear la perdiz no entraba dentro de sus planes.
Los nacionalistas españoles hablan de atentado contra la democracia y nos dicen que éste no es el camino. Nos dicen que hay que establecer un diálogo y llegar a acuerdos, que no aceptaron en las últimas décadas, y ahora, ante la firmeza catalana, se pliegan de forma impostada. Ninguno de ellos habla de eliminar el artículo 2 ni de permitir al pueblo catalán y al resto del Estado votar sobre aspectos fundamentales como permanecer juntos o convertirnos en una república. Solo nos dicen que este no es el camino y que hay que utilizar las herramientas del Estado democrático. El mismo que durante décadas ha maniobrado para evitarlo. ¿Qué garantías se tiene para iniciar un diálogo de verdad? Ninguna. Solo hay palabras sin voluntad alguna. Al menos mientras el Partido Popular siga teniendo la sartén por el mango.
La maquinaria del Estado está en pleno funcionamiento. Se pretende criminalizar a los políticos catalanes partidarios del referéndum, a los ciudadanos que quieren votar, a las empresas que colaboren en el proceso, se amenaza a los funcionarios y alcaldes, se prohíben actos. ¿Qué van a hacer? ¿Meterlos en la cárcel? ¿Reprimirlos democráticamente? Nada que nos tenga que sorprender. Cuando el Estado se siente amenazado actúa de la misma forma. No pocos ciudadanos piden mano dura. Algunos gritan ¡cárcel! Están bien entrenados. Son el sostén de un Estado represor. Sus ideas y argumentos son los que el Estado les ha proporcionado. No son producto de la reflexión sino de las tripas y de los unos contra los otros. Ni siquiera son conscientes de que por mucho que griten ¡democracia! están negando un ejercicio democrático y que la historia está llena de actos de desobediencia a leyes escritas que han convertido a los países en más dignos, libres y democráticos.
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