Por más que Jake Blount abandone la ciudad sintiendo que aún «había esperanza en su interior», por más que Mick Kelly trate de convencerse de que todo eso, la música y sus planes, «servirá de algo», por más que Mister Brannon se calme y espere «tranquilamente el sol de la mañana», lo cierto es que la muerte del mudo lo echó todo a perder. El movimiento final de El corazón es un cazador solitario, que no sabemos si calificar de optimista o diabólico, nos deja sin palabras, nos aturde y estremece.

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Ilustra Evelio Gómez.

Un disparo bastó para que todo se sumiese en el silencio, pero un silencio hueco y desalentador, muy distinto a ese que ellos, Mick, Jake y los demás, solían encontrar por las tardes en la habitación de Mister Singer. Éste era silencio verdadero, auténtico manantial de agua pura, espejo quieto y calmado en el que reflejarse sin temor de que alargue o encoja maliciosamente sus figuras, burlándose, ridiculizándoles. Porque, para qué engañarse, uno no se ve a sí mismo en los demás; los demás siempre juzgan, los demás siempre idolatran, siempre desprecian y se equivocan.

Pero Singer… Singer es el remanso de paz, la pradera sobre la que tenderse y ver el cielo, el blanco virginal donde escribir por fin todo aquello que uno tiene que decir, porque uno tiene cosas que decir y lo que dice es la verdad, la pura verdad aunque los demás no lo comprendan, y porque si no lo dicen, si no se tienden sobre la hierba una vez a la semana, si no acuden a la habitación del mudo y miran fijamente su rostro dulce, su rostro tranquilo, hasta que las arrugas se alisan y las cuerdas se destensan, esas miles de palabras que borbotean en sus gargantas acabarían anegándoles, estrangulándoles hasta hacerles morir.

Así que Singer es el norte que guía a las aves, Singer es el valle en el que descansan los ríos, es el silencio, y el silencio, de vez en cuando un poco de silencio, es requisito indispensable para preservarse en la cordura. Por esta razón, Mick escucha la radio a su lado y le confía su secreto, la música que suena incesantemente en sus oídos sin que ella pueda evitarlo, porque es maravilloso; y le habla de las dificultades que supone no saber escribir música para poder fijar definitivamente las notas que brincan y se hunden en su mente. Por esta razón, Jake ha detenido su errabunda existencia en ese pueblo del sur, donde nada le ata excepto el rostro calmado de Singer, cuyo silencio es la música que amansa a la fiera que ruge en su interior, pues ¿cómo no encolerizarse cuando, siendo nuestro país inmensamente rico, tantos de nosotros mueren de hambre?, ¿cómo no quemarse por dentro al ver que el engranaje de la servidumbre se camufla tan astutamente, con ropajes tales que los queno saben afirman que hay libertad, que hay justicia? Pero Singer sabe; Singer es el único que le comprende cuando habla.

Solo en su cafévacío, Mister Brannon observa y pregunta por qué el mudo es oráculo y norte de los perdidos, amigo y cómplice de los autistas, y siempre sin decir nada ni hacer nada especial. En realidad, todo es un misterio. El gran cuerdo, la laguna de paz en la que todos necesitan sumergirse, es igual de vulnerable que ellos mismos y, como ellos, también él busca escapar de su autismo con regularidad. ¿O acaso dejan alguna vez sus pensamientos de girar en torno a la brillante estrella griega, el amigo, el gigantesco Antonapoulos? Pero Antonapoulos se volvió loco y se fue lejos. Cuando muere, cuando ese robusto pilar que es la locura cae por fin, la fila de piezas se desparrama en ritmo regular, una tras otra, y nosotros preguntamos… ¿qué sentido tiene que un griego obeso, violento e infantil, sea quien insufle sangre al corazón enfermo que habitan todos, Mike, Jake y los demás?; ¿por qué cuando él desaparece, Singer, oráculo silente, prefiere morir y borrar el silencio?

De manera que la esperanza final de Mister Brannon es triste como una blanca camisa sucia ondeando al viento; los alaridos de Jake, ebrio clarividente, son relinchos de caballo herido al que un revólver oprime la cabeza, y la confianza de Mick… la confianza de Mick nos produce recelo y desesperación, pues la chica, que no ha cumplido todavía los dieciséis, ha abandonado la escuela para trabajar en la tienda de todo a diez centavos a cambio de unos cuantos dólares por semana. Mick, que se abría paso en la noche en busca de melodías que arraigasen en su mente, cazadora de canciones con las que mecerse en una dulce ensoñación de trueno y murmullos, está cansada y aún no tiene dieciséis años; de hecho, Mick está tan cansada que hace tiempo que la música ya no suena en sus oídos. La tienda fue una trampa y no podrá salir de ella.

Y después, la substancia y el sonido de las frases. Jake se da cuenta de «Singer estaba muerto. Y la primera sensación que tuvo al enterarse de que se había matado no fue de tristeza, sino de cólera. Estaba ante una pared. […] ¿Y por qué Singer había querido poner fin a su vida? Quizá se había vuelto loco. Pero, en cualquier caso, estaba muerto, muerto, muerto». Por su parte, Mick vio que a Singer «el empresario de pompas fúnebres le había pintado un poco la cara y los labios para darle un color más natural. Pero su aspecto no era natural. Estaba muy muerto. Y mezclado con el olor de las flores flotaba aquel otro olor especial que no le permitió seguir en la habitación».

No, Carson MacCullers no ve poder en la impotencia ni esperanza en la desesperanza. Las cosas son lo que son, duras como la piel en los muñones del negro que perdió sus pies por la arbitrariedad de un blanco, mugrientas como las ropas de trabajo de Jake Blount, agrias como la col que día tras día todos comen en algún lugar del sur.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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