Confieso que uno de esos deseos imposible de realizar es el de poder visitar a solas un museo, disponer de ese espacio en exclusiva y sin límite de tiempo, sentarse en una sala delante de un cuadro elegido y dejar pasar las horas sin que nada ni nadie perturbe la concentración o la contemplación. Sentirse el rey del mundo por un día, disfrutar de aquello que sólo está reservado para los poderosos, convencido de que ellos, en muchas de las ocasiones, preferirían quedarse en sus mansiones o palacios en vez de tener que aparentar interés ante al agasajo permanente y la explicación contínua de las obras expuestas. Pero la exclusividad es sinónimo de poder, así que tendré que seguir imaginando lo que debe ser poder pasear por la National Gallery en soledad, como esos trabajadores que, a horas intempestivas, se dedican a dejar todo en perfecto estado de revista para la siguiente jornada de visitas. Ese día en el museo seguirá en la lista de deseos insatisfechos, pero gracias a las imágenes de Frederick Wiseman hay momentos en que uno se puede sentir espectador privilegiado en aparente soledad, contemplar esos pasillos vacíos, esas salas de gusto exquisito en su estética y configuración en completa intimidad. Explicar en palabras un ensayo fílmico me supera, tres horas de estudio minucioso de una institución, de lo que representa, lo que ofrece y, sobre todo, lo que exhibe, no está a mi altura, como tampoco reseñar un libro de John Berger, las imágenes están para contar y enseñar, como es el caso, no pueden ser explicadas con la profundidad que demuestra una y otra vez Frederick Wiseman en su cine.

El cine de Frederick Wiseman, al menos el más reciente, no se caracteriza por la contención, por la elipsis, por resumir. Al contrario, es un cine ciclópeo, paquidérmico, de duración que se extiende hasta el límite del agotamiento, es un cine en el que la cámara parece no estar y limitarse a recoger todas las múltiples actividades que rodean desde el mundo de la danza, la universidad pública, el cabaret nocturno de París y ahora un museo de los de categoría universal e inabarcable para el visitante. En la acumulación de escenarios, de trabajadores, de exposiciones, de cuadros, de espacios, Frederick Wiseman va consiguiendo el retrato perfecto de lo que está delante y lo que está detrás de la simple exposición pública de las obras maestras de la pintura universal, asistimos a visitas guiadas que valen por toda una vida viendo cuadros sin información, contemplamos las dudas morales del consejo rector del museo sobre la conveniencia de ceder el espacio a cambio de dinero, contemplamos cómo se controla hasta el más insignificante detalle de cara a una exposición en la que, la masa de visitantes pasará por alto el que el marco de un tríptico haga sombra a la propia tabla expuesta.

Siendo como es el Reino Unido uno de esos países donde lo público ha sido triturado, machacado, fagocitado en beneficio de la empresa privada, donde la clase obrera ha sido despiadadamente vendida a los dioses del mercado que se pavonean con sus Armani, sus Rolex, sus chóferes, sus Aston Martin por la City, no deja de sorprender el paralelo respeto que ofrece el país a sus instituciones seculares, y también no deja de sorprender el mimo con el que se atiende a la cultura, al menos al concepto clásico de cultura. Visitar los museos de Londres es una de esas experiencias personales más gozosas que se pueden recordar, tampoco está de más repetir cómo se han formado esas colecciones, algo que una de las guías del museo recuerda a sus jóvenes acompañantes, porque la riqueza y poderío de los países siempre suele venir precedido del crimen, más o menos selecto, y del saqueo. Pasear por las salas de arte del British demuestra la magnitud del expolio por mucho mimo y atención que se preste en la actualidad a su conservación y exhibición. Eso sí, ser londinense permite una de esas experiencias envidiables, poder entrar y salir de la National cuantas veces uno quiera sin desembolsar ni un penique, todos estos grandes museos nacionales son gratuitos para el visitante, ¿se acuerdan de cuando el Prado era así también? Qué tiempos, ahora que de la cultura hemos hecho espectáculo y recaudación por mercadotecnia, España dio el paso para acercarse al lugar que nunca ha abandonado, el de dar la espalda a la cultura y al arte, colocando precios prohibitivos a sus colecciones y exposiciones, todo un logro democrático.

Frederick Wiseman consigue hacernos insignificantes ante tal demostración de erudición continua, no de él, sino de todos aquellos encargados de hacer que este museo funcione, esa insignificante cultura que poseemos adornada por saberes de manual pero en la que nunca se nos enseñó a mirar un cuadro, a buscarle más significados que los evidentes, donde alguno sufrimos asignaturas de historia del arte impartidas, es un decir, por curas ultramontanos que, incluso en la enseñanza pública, lo mismo daban religión que historia o que ética, al fin y al cabo lo único que hacían era repetir un texto escrito por otros. Seguir las explicaciones sobre un Rubens, un Leonardo, un Poussin, un Caravaggio, un Turner y sentirse un perfecto diletante, pero inculto, es inevitable, y lo mismo da que sea un guía ocasional del museo, esos jubilados dispuestos a pasar la mañana contando sus historias, que las disquisiciones del jefe de restauración y conservación del museo sobre si procede o no “restaurar” tanto el cuadro que hasta pueda perder su significado al olvidarnos de para dónde fue concebido y en qué condiciones y con qué luz debería verse por los espectadores del momento. En las explicaciones de los cuadros, ya sean visitas guiadas, auditorios sentados para la ocasión delante de una obra o visitas exclusivas para algún lord de prestigio, participan todos los estamentos del museo, desde el director hasta los jefes de departamento, el museo es cosa de todos.

Frederick Wiseman consigue acercarnos al arte pictórico y sentir la pasión de cómo un presentador explica un cuadro de Turner para hacer comprender al espectador el valor metafórico de las imágenes y el uso del color, o cómo conseguir que unos niños puedan mantener la atención y puedan disfrutar de un cuadro, o cómo explicar que las artes están interrelacionadas entre sí de tal manera que los cuadros no sólo hablan de pintura, sino que se usa la pintura para explicar el resto de la vida, y también el resto de las artes. Por eso la película ha de concluir con un diálogo frente a frente, los cuadros de Tiziano que representan el mito de Diana y Calisto dialogan para la ocasión con una pareja de bailarines, si son los modernos Zeus y Calisto lo desconozco, pero el conjunto demuestra esa relación entre las artes, como antes hemos visto que una sala llena de Tizianos puede ser lugar perfecto para tocar una sonata de Beethoven, aunque también puede acoger una recepción de inauguración de una exposición donde se bebe y se come sin prejuicio, es lo que tiene formar parte del selecto club de la fama o del dinero.

Pero “National Gallery” es, sobre todo, y ante todo, una película sobre la mirada y sobre la luz, los paseantes anónimos que se detienen ante la avalancha de obras, que seleccionan unas y descartan otras con un simple vistazo, de la misma manera que uno de los conservadores del museo puede escoger como su obra preferida una de las miles que pasan inadvertidas ante el cúmulo de obras maestras y explicar los porqués de su elección, y otro explicar por qué el “Sansón y Dalila” de Rubens debía contar con esa iluminación y explicar el entorno en el que se encontraba y cómo recibía la escasa luz natural que incidiría sobre él, Frederick Wiseman vuelve a presentar una obra sobre el arte, una obra extrema por duración e información, en la que el espectador debe participar activamente para no desconectarse, la información llega a nosotros pero nos exige inmiscuirnos, mostrar interés, dejarnos convencer e ilustrar, si no lo hacemos corremos el riesgo de sentirnos abrumados y fatigados, sería una pena llegar a esa sensación porque la película es espléndida.

Estreno 19 de marzo de 2015

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