A las cero horas del día 25 de julio de 1938, festividad del Apóstol Santiago, Patrón de España, cien mil soldados republicanos iniciaron la aventurada empresa de cruzar el Ebro en barcas o sin ellas, muchos de ellos apenas pertrechados con fusiles y cartucheras, para desalojar de la orilla derecha del río a las fuerzas de la 40 División del Norte del ejército franquista. Aunque la diferencia de medios entre unas fuerzas y otras podía calificarse de chistosa, digna de una comedia bélica francesa, nada hubo de broma en el largo episodio que se ponía en marcha, hoy conocido como Batalla del Ebro, y sí una lucha encarnizada, con muerte a espuertas e inmenso dolor para ambos contendientes.

La operación, años más tarde elogiada incluso por altos militares del bando contrario, fue diseñada al detalle por el coronel Vicente Rojo, el mejor de los estrategas republicanos, y ejecutada por un ejército «de Maniobra» (como su nombre oficial señalaba), es decir, bien instruido y organizado a pesar de la precariedad de recursos y ajeno por completo al caos entusiasta —pero caos al fin y al cabo— de las milicias populares, que jamás hubieran podido emprender una operación ofensiva de tamaña enjundia (ya lo dijo el general Miaja, defensor de Madrid frente al cerco franquista: «El miliciano resiste, pero no maniobra»). Participaron en el paso del Ebro unidades veteranas de los frentes de Lérida y Aragón (como el Quinto Cuerpo de Ejército de Enrique Líster), las Brigadas Internacionales (que destacaron por su arrojo y sacrificio) y la «Quinta del Biberón», así llamada porque la integraban reclutas de 17 y 18 años (la mayoría de ellos reclutados en Cataluña, ya que esta se hallaba incomunicada desde el mes de mayo con la zona republicana central y levantina).

La acometida fue tan inesperada que las tropas republicanas penetraron casi 40 km en apenas doce horas de avance continuado y agotador, hasta alcanzar la línea de frente trazada por la carretera entre las localidades tarragoninas de Villalba dels Arcs y Gandesa. Rojo, que era valiente, pero no temerario, mantuvo en la orilla izquierda del río a la Tercera División, la unidad mejor equipada y entrenada de su ejército, para cubrir la retirada de las tropas expedicionarias en el caso de que hallaran una resistencia infranqueable al otro lado del cauce. La Fortuna le negó entonces ese amor que prodiga a los hombres osados, porque la ofensiva republicana murió de éxito: la ausencia de las tropas de reserva, unida al sacrificio del V Tabor de regulares de Ceuta (unidad de oficialidad española y tropa marroquí, que perdió a más de medio millar de sus seiscientos efectivos intentando taponar el avance republicano en el paraje de Camposines), impidió la ocupación de Gandesa en la tarde de ese mismo 25 de julio. Por el camino había quedado destruida la localidad de Corbera d’Ebre (las ruinas de su antiguo pueblo aún pueden visitarse).

Repelido un primer intento de entrar en Gandesa, la vanguardia republicana se detuvo para reponer fuerzas frente a la población, y el alto mando del ejército de Franco aprovechó el parón para desplegar una operación logística de admirable eficacia, transportando desde lejanos frentes a miles de soldados e inmensa cantidad de pertrechos. Los refuerzos fueron llegando al lugar en los dos días siguientes, ante la desesperación de los republicanos: cuanto más se desgastaban ellos en ataques fallidos, con más fuerzas contaban los defensores, ahora socorridos por tanques, artillería y aviones. Las acometidas frontales republicanas se prolongaron durante una semana, tanto en Gandesa como en Villalba. El 2 de agosto, con las posiciones estabilizadas, el escenario principal de la batalla se desplazó a las vecinas sierras de Pàndols y Cavalls, inicialmente ocupadas por las fuerzas de Enrique Líster.

Mientras la poderosa aviación alemana e italiana atacaba sin cesar los pontones y pasarelas sobre el Ebro, en cuya reconstrucción y mantenimiento hizo el arma de Ingenieros republicana prodigios de celeridad y pericia, una nutrida fuerza de distinta composición (soldados de quinta, tropas marroquíes, legionarios, requetés, milicias de Falange) inició el asalto a la sierra de Pàndols desde el santuario de la Fontcalda, paraje de soberbia belleza natural. Los republicanos disponían de menos hombres, mucha menos artillería —aunque bien posicionada, favorecida por las anfractuosidades del terreno— y pocos aviones, que no pudieron disputar la hegemonía aérea a los franquistas. Los combates fueron cruentos; el avance de las tropas de Franco, muy lento, se realizó trinchera a trinchera, tiñendo de sangre cada palmo de terreno serrano. Los republicanos resistieron por encima de las posibilidades que auguraban los continuos bombardeos aéreos y artilleros caídos sobre sus posiciones, que a la postre hubieron de ser tomadas a la bayoneta, en ataques que mucho tenían de suicidas, donde las tropas franquistas demostraron eso que los militares llaman «valor» y que a muchos otros ajenos a esa profesión simplemente les parece insania o desesperación. Por cierto que en Cavalls y Pàndols sancionaron su leyenda de sacrificio los alféreces provisionales del ejército franquista, oficiales de complemento reclutados entre el colectivo universitario que participaron al frente de sus unidades en la guerra de trincheras, con triste saldo de bajas («Alférez provisional, cadáver efectivo», se decía entre los soldados).

Batalla del Ebro: el paso del Ebro

El General del Estado Mayor republicano, Vicente Rojo, entrado el mes de octubre, tras una tregua forzada por las malas condiciones metereológicas, la batalla se reanudó en condiciones de lucha netamente favorables al ejército franquista. Las bajas en hombres y material del bando republicano apenas habían podido ser cubiertas, la mayoría de los combatientes estaban agotados, a un paso del marasmo, y, por el contrario, las fuerzas enemigas habían recibido nuevos refuerzos de efectivos y armamento, en especial los cañones alemanes de 88 mm con un innovador sistema de tiro que multiplicó la eficacia de los bombardeos artilleros. Sin embargo, Rojo consiguió evacuar Cavalls en orden, de modo que los restos del Ejército de Maniobra cruzaron el río Ebro —en sentido contrario al de hacía casi cuatro meses— el 16 de noviembre de 1938. La batalla había concluido con más de 70.000 bajas entre muertos y heridos de ambos ejércitos, y ya nadie dudaba de cuál sería la suerte de la guerra.

A juicio de muchos analistas, el paso del Ebro de julio de 1938 fue cuando menos un acto osado, condenado al desastre. Pese al éxito inicial, el ejército republicano no estaba en condiciones de enfrentarse —y aun así, lo hizo— a una batalla de larga intensidad y duración contra su adversario. En tal sentido, la lucha hubiera sido de mantenimiento imposible para Rojo en un marco geográfico menos accidentado.

Prolongar la guerra

La batalla también tuvo un móvil político. Más allá de su cuestionable valor estratégico (posiblemente nulo), se trató del último y desesperado recurso del gobierno republicano para la prolongación de una guerra que ciertamente podía haber acabado meses antes. ¿Y cuál era el sentido de esa prórroga? Aguardar con los dedos cruzados que la creciente tensión entre Hitler, por un lado, y Francia y el Reino Unido por otro, desembocase en una nueva guerra europea en la que Franco, aliado del dictador alemán, se convirtiera en enemigo de los aliados. Sin embargo, las esperanzas republicanas se fueron al traste con la firma de los Acuerdos de Múnich (30 de septiembre de 1938), por los que franceses y británicos agacharon la cerviz ante el líder nazi, quien vio sancionada su previa anexión de los Sudetes (los territorios de Checoslovaquia con población de lengua alemana). La cuenta atrás para la guerra mundial había echado a andar, pero la República no tenía fuerzas para caminar mucho rato más.

Por último, ha de saberse que una vez quedó estabilizado el frente en la línea Pàndols-Gandesa-Villaba, algunos consejeros militares de Franco recomendaron eludir el choque frontal para atacar por el norte, a la altura de la ciudad de Lleida, y embolsar así a las tropas republicanas, forzando su rendición. El «Caudillo» se negó en rotundo, pues quería infligir al enemigo una derrota ejemplar y humillante, aunque costase miles de vidas propias y ajenas. Parece muy cuestionable que cumpliera con tal objetivo, pues no logró la aniquilación del Ejército de Maniobra, pero no hay duda de que obtuvo plenamente su trágico efecto.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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