Segesta expuesta al sol sin subterfugios, recibiendo bendiciones y desgracias, ambas cosas por igual; siempre crudas, puras, exacerbadas. En la distancia, la dulce tibieza del mar; dentro, sobre esa cúspide de tierra erguida –una mano alza al hombre, sólo un poco, en dirección al dios–, el templo de Segesta perpetúa solitario el rito del delirio. Aquellos que una vez buscaron exponerse abiertamente a la luz de este lugar, presuntamente el mismo en el que ahora nosotros tememos abrasarnos de un momento a otro –ahí vamos con nuestros parasoles, nuestras pamelas, nuestras cremas de protección solar– ya no están, se han marchado definitivamente, legándonos la razonable duda sobre si realmente pudieron resistir el resplandor o, por el contrario, perecieron por su causa –arden las plazas de Siracusa desierta, calla el mar, el sol revienta un día más en lo alto del cielo–. Sea como sea, lo cierto es que todos esos recintos sagrados son también recintos diurnos, recintos solares plantados en la cima, elevados y desnudos con el gesto de quien no teme en nada perecer bajo la luz del sol. Quizá porque corresponden al peligro con peligro, quizá porque el dios es algo atroz, algo peligroso, delirante y que delira, la belleza del templo de Segesta responde a la belleza de un paisaje que nos parece irresistible, insoportable, un desierto de terrible exuberancia.
Pero la isla cuenta con la profundidad del mar que la rodea, se expone alegre al fuego del sol tal y como si creyese que en su voluntad reposa poder sumergir siempre de nuevo la cabeza entre las aguas; que nada más que un minuto entre inmensidades de sueño y de agua es lo que aparece ante nuestros enceguecidos ojos. ¿Deberíamos decir entonces que lo que vemos no es en absoluto un paisaje, algo quieto y persistente, sino algo así como el ínfimo instante de luz en el que el delfín asoma la cabeza entre las sombras de las olas y toma aire y saluda al cielo? ¿Que el tiempo entre los griegos y nosotros no es sino ese emerger y declinar la cabeza de algún enorme animal marino en movimiento, un delfín que surca el mar y nos sonríe?
Al caer la noche se hace el silencio en torno a la isla de Ortigia. No queda ya rastro de ese temblar y retorcerse las cosas bajo el sol del mediodía. No parece que la altura de los templos busque ya sostener el cielo con las manos. Todo quiere extenderse, yacer, aplanarse. Y, sin embargo, se percibe todavía un palpitar. La isla palpita como palpitarían los pies de una ménade después de una orgía en los bosques; la tierra quieta se asemeja al cuerpo de mujer en el que los saltos, los giros, las contracciones, los ritmos convulsos del día o de la noche continúan en el silencio invisible de la carne que descansa. Inadvertidamente la fiesta se repite. Así parece Ortigia respirar en el sueño de antiguas convulsiones.
Pero esto es incomprensible. Unas fotos del museo arqueológico de Siracusa exponen cántaros hallados en Megara y en Naxos, ovalados, sellados con piedras y arcilla, semejantes a semillas enterradas en la tierra. Así que estaban muertos los muertos… ¿O qué sentido tenía todo aquello? ¿Por qué desconectar la semilla de la tierra? ¿Para saber más?, ¿saber qué? Sí, todo radica en la desconexión, pensamos, la desconexión y la pérdida. El delfín se hundirá de nuevo en la cresta de la próxima ola. Todo quedará tranquilo, todo descubrirá su importancia. Porque, en realidad, la clave de todo aquello se encontraba precisamente ahí: ¿qué es importante y qué no?, ¿acaso es importante que el templo de Atena se haya fundido en catedral, o que aquellos viejos bloques y columnas asomasen entre hierbajos, o que todo eso no fuese más que la ficción de algún principio arqueológico caduco? Enmudecemos ante las columnas que se elevan como dedos hacia el cielo, y quizá ese reproche –no puedes decidir sobre nosotras, no puedes saber nada– explique nuestro ánimo apesadumbrado y sombrío cuando el azar nos sitúa frente a frente con tales misterios.
Bajando las colinas de Segesta volvemos a ser nosotros mismos. Ha cesado la expulsión, la confrontación violenta, el malestar de la duda. Volvemos a pisar seguro en el terreno de lo trivial e inofensivo, y aunque por un momento persista nuestra sensación de pequeñez, otro momento basta para que nos acostumbremos de nuevo a ella, y así olvidamos, así perdemos de vista el vértigo, la altura en la columna. Preferibles son los aromas, los colores, los arbustos en las piedras que encontramos al borde del camino al pueblo de mar. ¡Atreverse con ese exceso, esa ingravidez bajo un sol desorbitado…! Y así, descendiendo, buscando en lo más hondo de nuestra desorientación o nuestro desasosiego (un sentimiento que no nos sobrecoge frente a la catedral que ha engullido el templo griego), descubrimos que, oh, ese cansancio frente al Erecteion, ese vahído frente al templo de Zeus en Olimpia, esa tristeza frente al antiguo teatro de Esparta o bajo el roble de Zeus en Dodona, ay, todos esos sentimientos son la única pero definitiva barrera entre ellos y nosotros, entre nosotros y ellos. El templo, como la colina, no reclama nada. Se hace pedazos, consiente que las hierbas lo recubran, se deja ocultar por los colores. Olimpia es elástica como el río que la circunda, la acrópolis de Agrigento cambia de aspecto como el puerto de Empédocles, y Esparta es una desconocida. Pero ¿qué pasa con Poseidón en el cabo Sunio, qué pasa con Apolo y el Parnaso y Segesta y el mar de Siracusa? Su importancia, esa cosa extraña y difícil sobre la que ya no nos atrevemos a juzgar, nubló en aquella ocasión nuestra mirada, saturó nuestros sentidos, y la mente se quedó quieta y muy, muy blanca.
Pasear por Ortigia y olvidar, Ahí están los cafés, los palacios, los conventos, las iglesias, ahí la Virgen de dulce rostro que ha engullido a la diosa griega. Todas ellas son cosas que podemos soportar. No así el sol de Selinunte, no las rocas escarpadas de Segesta.
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