Los tupiambaes eran una curiosa comunidad indígena que habitaba en el actual estado brasileño de Rio de Janeiro. Constituidos por diferentes tribus, por lo común enfrentadas pero unidas frente a la amenaza exterior, los tupiambaes se caracterizaban por integrar en su seno a los enemigos capturados.
Aunque nunca dejaban de considerarlos unos extraños, el grupo se esforzaba en que el enemigo conviviera con ellos, adquiriera sus costumbres e incluso no dudaba en casarlo con alguna de sus mujeres. Pasados los años, un elegido del grupo se encargaba de matarlo y, después de que las mujeres descuartizaran su cuerpo y pasearan los miembros por el poblado, se lo comía para asumir su fuerza y transformarse así en un ser cargado de misterio y poder.
El fenómeno de la antropofagia siempre ha causado una fuerte impresión en nuestro imaginario. En ocasiones ha adquirido el carácter épico de la lucha por la supervivencia, como ocurrió en el caso de la balsa de Medusa inmortalizado por Delacroix. O en el no menos famoso episodio de los supervivientes del accidente aéreo ocurrido en los Andes de 1972. Sin embargo, por lo común, el tema se presenta como una mirada directa al horror, al infierno, a los abismos más abyectos del ser humano, cuya atracción explica éxitos cinematográficos como el falso documental Holocausto caníbal (1979) de Ruggero Deodato o de personajes como Hannibal Lecter en El silencio de los corderos (1991) de Jonathan Demme. Más recientemente, la crudeza de las escenas de sexo y canibalismo en el filme Grave (2016), de la francesa Julia Ducournau, provocó el desmayo de varios espectadores durante su proyección en el festival de Toronto, una anécdota que seguro que sabrán explotar los responsables de su promoción internacional.
El interés por el tema es comprensible en unas sociedades como las nuestras que a base de recetas neoliberales han hecho del canibalismo social la base de su lógica de funcionamiento. Pero la antropofagia no solo nos ilumina sobre los mecanismos que rigen en el capitalismo del siglo XXI. También nos ayuda a entender no pocas de las vicisitudes que vienen afectando al secretario general de los socialistas españoles, a cuyo alrededor no faltan estos días voluntarios afilando los cuchillos para el banquete. En cualquier caso, el papel de víctima para el sacrificio no se reduce a Pedro Sánchez, sino que en realidad se amplía al conjunto de la socialdemocracia española y europea.
Y es que esta corriente ideológica que desempeñó un papel clave en la Europa del último siglo, parece llamada a correr la misma suerte que aquellos integrados enemigos de los tupirambaes. Durante décadas, y especialmente tras el derrumbe del socialismo real, los socialdemócratas europeos han ido experimentando la misma esquizofrénica crisis de identidad que aquellos cautivos a los que los antropófagos se esforzaban por adoptar en su cultura. En su caso, lejos de resistirse, fueron ellos mismos quienes se entregaron con entusiasmo al proceso de aculturación, empapándose con las costumbres de sus captores hasta interiorizarlas como propias. Asumieron así aquella cosmovisión tribal que dividía el mundo en ganadores y perdedores y acataron sin rechistar las recetas marcadas por los brujos de la tribu neoliberal que parecía acogerles con inusitada hospitalidad.
En realidad, resultaba fácil entregarse. Si los tupirambaes ofrecían a sus prisioneros el calor de algunas de sus mujeres para afianzar su conversión, los caciques neocon en Bruselas, el FMI o el IBEX-35 agasajaron a sus cautivos de origen socialista con todo tipo de puertas giratorias que les iban conduciendo a selectos consejos de administración donde las elevadas retribuciones y un sinfín de privilegios les aguardaban con la misma seductora tentación con que las huríes aguardan al creyente en el paraíso mahometano.
Fue entonces cuando comenzaron a escucharse los gritos de alarma por temor al sorpasso, la posibilidad de que nuevas voces tomaran la palabra social y electoral frente a su complaciente entrega desplazándoles en protagonismo. El temor se adueñó de ellos y cargaron beligerantes contra la presentida amenaza. Sin embargo, en su ceguera, no fueron capaces de comprender que el verdadero peligro no provenía de aquellos bárbaros que les acechaban desde las latitudes de la izquierda. No, su verdadera tragedia residía en que después de tantos años de cautiverio acomodado, sus guardianes consideran que ha llegado el momento de sacrificarles en el rito antropofágico para que uno de ellos se transformase en un ser poderoso.
El patético destino ha querido que el elegido para alcanzar ese estadio superior ni siquiera sea un poderoso guerrero, sino un ser tan mezquino Mariano Rajoy. En cualquier caso, los prisioneros socialistas no son conscientes de que están a punto de convertirse en víctimas de la voracidad del antropófago. Están tan integrados en la tribu caníbal que el sacrificio les va a sorprender comiéndose entre ellos.
Periodista cultural y columnista.