Los sitios que desaparecen perduran en la huella de lo que fueron. Una muralla. El muro donde se colgaban el arado, la punchosa encarnadura de la albarda, el tieso soporte de la barra para atrancar el carro. La habitación donde el amor se hacía grande para que la noche y el día fueran algo más que un simple garabato en los aledaños del desvelo. Las vasijas y unas cuantas monedas que nos enseñan los usos y costumbres de los tiempos remotos. La zarpa en la piedra de un desierto por donde vagaban a sus anchas los tiranosaurios. Las leyendas de Bécquer y los relatos oscuros de Allan Poe me dejan la imagen de un romanticismo en llamas, como si la escritura creciera entre esas ruinas que se niegan cabezonamente a desaparecer del todo y para siempre.
Pero hay veces en que los sitios casi desaparecen del todo y para siempre. Y ha de llegar alguien que se detenga en el punto exacto donde estuvieron cuando aún vivían, que alargue el brazo y con la mirada fija en ese punto diga: ahí estaban la casa, el castillo, la fosa clandestina, la habitación donde crecía el amor todas las noches, la cárcel donde iban a parar los sueños que se negaban a convertirse en una insoportable pesadilla. Construida por presos políticos sometidos a trabajos forzados, la cárcel levantada en el distrito madrileño de Carabanchel se inauguró en 1944. Por allí pasó una amplia nómina de la oposición al franquismo, una nómina tan extensa que resulta imposible reproducir aquí todos los nombres que lucharon por la libertad y la democracia en los terribles años de la dictadura franquista. De sus celdas saldrían para ser asesinados, entre otros, los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado en 1963, y los militantes del FRAP Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz en el que sería el último crimen de la dictadura el 27 de septiembre de 1975, un crimen que también acabaría con las vidas, por su pertenencia a ETA, de Juan Paredes Manot (Txiki) y Ángel Otaegi Etxeberria. En 1978, con motivo de las movilizaciones llevadas a cabo por la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha), el joven anarquista Agustín Rueda moriría por las palizas que le propinó la policía después de su detención tras los motines que tuvieron lugar aquellos meses en distintas prisiones españolas. En 1998 fue decretado el cierre de la cárcel y poco a poco se fue convirtiendo en ruinas. Finalmente, todo fue arrasado. Las huellas del horror quedaban, en un país que se niega a recordar los tiempos oscuros, como un mestizo testimonio de daño y dignidad en nuestra memoria más imprescindible. O aún peor: en un país cuya derecha y extrema derecha —cada vez más lo mismo, la una y la otra— están deseando todos los días que regrese aquella dictadura.
Pero no hay nada que sea para siempre. Tampoco los silencios. En infoLibre lo contaba David Gallardo hace unas semanas: en 2015 el fotógrafo Jesús Rodríguez presentó su libro Carabanchel. El derribo de la vergüenza. Imágenes de las ruinas, de sus estructuras interiores llenas de abandono. Lo que fue quedando del recinto de la represión desde su clausura casi veinte años atrás. Fue entonces, a partir de ese libro, cuando surgió otro proyecto de la mano de Sara Martíns y Bernardo Fuster: un documental. Y se pusieron manos a la obra: “Nos surgió la idea de realizar un trabajo audiovisual sobre la destrucción de esa cárcel, relacionando este hecho con el intento de silenciar la memoria histórica, borrando del recuerdo este emblemático edificio de la represión franquista”. De ahí, de esas aún primerizas intenciones, surgiría La cámara de la cárcel de Carabanchel. Media hora de memoria, de esa memoria que necesitamos para sentirnos más cerca de un tiempo que, tal vez por su insaciable crueldad, ha de permanecer en el relato que ayude a construir lo que pasó entonces y lo que ahora mismo está pasando como si no pasara nada. Hay recuerdos que duelen y es precisamente en ese dolor donde nos reconocemos para que la vida no sea una estafa. Lo decía Faulkner: entre el dolor y la nada, mejor el dolor. Y la memoria duele, casi siempre. La de ese daño incalculable que sufrió este país a lo largo de casi cuarenta años. Y, sin embargo, a pesar de ese daño, la pregunta de siempre cuando nos adentramos en ese pasado traumático: ¿por qué demonios tanto olvido? Pero también hay, en este documento de visión, yo diría que obligada, un humor que en la boca y los gestos de sus protagonistas te enseña lo mejor y más noble y más digno de lo humano.
Los protagonistas: Luis Puicercús Putxi, Luis Roncero y el fotógrafo Juan López. Los tres, presos políticos en Carabanchel aquel 1973. Tuvieron una idea de no sencilla solución en el caso de llevarla definitivamente a cabo: introducir una cámara en la prisión y que Juan López dejara constancia de la vida en la cárcel. Y lo consiguieron. Los dos objetivos. Tuvieron la cámara y dejaron para la historia más de cien fotografías que son el testimonio más fiel de lo que fueron aquellos días en las galerías, en el patio, en las celdas de la represión franquista. Y la anécdota que te llena de risa: con qué ironía ellos lo cuentan, sin que esa manera de contar suponga ningún distanciamiento. Al policía de la garita de vigilancia le chiflaba hacer malabarismos con su fusil. En una de esas trazas, se le cae y va a parar al patio. Los presos se quedan atónitos. El policía implora que se lo devuelvan. El grupo debate entre apiadarse del policía o llevar el arma al director de la cárcel para darle al otro un escarmiento. El policía, en lo alto de la torre, sigue con sus lloros. Al final deciden devolverle el fusil. Él mismo hace una liana con su cinturón y otros útiles que tenía a mano y anudándolo a la liana le devuelven el rifle. De vez en cuando vienen bien unas risas para aliviar las penas. Tendrían que ver ustedes cómo cuentan Putxi y Roncero esa historia. Recordé la noche en que Marcos Ana me contaba en València su larga experiencia carcelaria. La dignidad por encima de alguna clase de rencor. Ni siquiera de tristeza. Nunca olvidaré esa noche en València con Marcos Ana. Nunca.
Los sitios desaparecen y a saber dónde van a parar. La cárcel de Carabanchel regresa en el magnífico documental de Susana Martíns y Bernardo Fuster, un documental que ya tiene unos años y que acabo de conocer hace casi nada. El tiempo que vivimos tiene eso: se llena de banalidades a destajo y nos pasan de largo historias que nos son tan imprescindibles como el agua que tanto necesitamos. Le han puesto música el propio Fuster y Luis Mendo, su amigo y compañero en el grupo Suburbano. Nadie sabe qué fue de la cámara con la que Juan López dejó constancia de la vida en la cárcel aquellas semanas de 1973. A saber. Pero lo más importante es que la memoria sigue contando lo que tanta gente quiere olvidar para que la vida siga siendo un cuento chino. Los tres protagonistas de esta historia eran jóvenes cuando luchaban por la libertad y la democracia, contra la represión franquista. Las galerías, el patio, las celdas se llenaban de sueños que se negaban a convertirse en pesadillas. “La particularidad de los sueños es que siempre se mantienen jóvenes… incluso cuando se convierten en viejos sueños”: lo escribió en El hombre arrodillado ese escritor, tan injustamente olvidado, que fue Agustín Gómez Arcos. Pues eso es lo que he aprendido, entre otras muchas cosas, del documental La cámara de la cárcel de Carabanchel. Si tienen ocasión, no se lo pierdan. Creo que también está en YouTube. En todo caso, y sea donde sea, no se lo pierdan, ¿vale? No se lo pierdan.
*Fuente: https://www.infolibre.es/opinion/plaza-publica/demonios-olvido-memoria-carcel-carabanchel_129_1694153.html