El techo lo pusiste tú, Liz, con tus exigencias de pasión; «de locura», como tú decías. Te creías eternamente joven. Pensabas que cuando los críticos elogiaban tu «soberbia madurez» te estaban garantizando por siempre un lugar en mi cama. Estabas equivocada. Me aburrías, Liz, aunque debo decirte, para hacer honor a la verdad, que no sé como pude cansarme de tu ninfomanía… ¡yo, que pierdo la cabeza por cualquier mujer bella y fogosa, y no me importa reconocerlo! En una situación normal quizá no me hubieran molestado tus borracheras cotidianas –¿eran todas la misma, los sucesivos capítulos de una sola borrachera interminable?–, ¡pero se hacían tan cargantes con esos diálogos ante el espejo, como la reina malvada del cuento de Blancanieves! ¿Quién es la actriz más guapa del mundo?, le preguntabas entre trago y trago: «Greta Garbo no tiene la profundidad de mis ojos; ni mis tetas, qué más quisiera ella. Marlene Dietrich, ¡vaya ancas de mula!, es un percherón alemán. A Mirna Loy parece que le han puesto una careta, no tiene más que modista y no es mejor que la mía. Bette Daves es más fea que el culo de un mono. Katharine Hepburn, esa niñata, es plana como una tabla y su boca parece un túnel de ferrocarril abierto en las Montañas Rocosas». Lograste hartarme. Odiaba esos monólogos de obsesa, esas críticas y chismes contra toda persona que no fueras tú. Hasta tal punto se hacían monótonos –y eternos– que llegué a preguntarme: “¿Qué dirá de mí cuándo está sola? ¿Sabrá su modista que me cuesta mucho hacerlo cuando llevo dos copas encima? ¿Le habrá contado a la gorda de Hellen, la peluquera pecosa con cara de cerdito, que la embisto con la fuerza de un toro, pero mis medidas son más bien normales?”.

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Recuerdo aquella maldita noche en casa de Ben, no hacías más que mirar el paquete de ese enano de James Cagney, siempre tan presuntuoso; lo rondabas como la abeja a la flor, o como hacen las busconas con los marineros en las tabernas del puerto. Estabas fascinada, como si te admiraras de la cantidad de energía contenida en un cuerpo tan pequeño. Quizá pensabas: «Este tío debe ser como un tubo de nitroglicerina, si se la meneas estalla», o alguna otra marranada por el estilo; es decir, de tu estilo. Fue sin duda la peor noche de mi vida. En otras circunstancias me hubiera encantado descubriros juntos en la cama; mejor aún, en nuestra propia cama. ¡Quién hubiera podido ser un hombre anónimo, que encuentra a su espléndida mujer anónima retozando con otro tipo anónimo! Te imagino zafándote de su abrazo como si te hubieran pinchado por sorpresa, tapándote las tetas que estoy harto de ver como si un pudor repentino te apartara de mí. ¿No fue Caín el que le dijo a Dios: «Estoy desnudo, Señor»? Pues algo parecido en lo absurdo: tú, anónima, allí tumbada, cubiertas las tetas por el edredón, tu anónimo amigo con sus vergüenzas al aire, todo un triunfador americano. Y yo más tranquilo que nadie, encendiendo un cigarrillo en el umbral de nuestra habitación, pensando en voz alta: «Pues si que te conformas con poco. No merecías tanta condescendencia». Y el tipo anónimo que se revolvería sobre la cama, furioso, y se pondría en pie engreído, aun de puntillas por debajo de mi barbilla, para espetarme retador: «Eres un maricón de mierda», sin ni siquiera protegerse el punto débil que mi bota aplastaría de un golpe seco, contundente, para convertir al tipo entero en una pasa doblada sobre sí misma, que brindara todo el blanco de su cara –o el negro, ¿por qué no el negro?– al beso de mi crochet. Allí quedaría tendido, no sé si muerto o noqueado, qué me importa, mi imaginación se detiene en ese momento. Tampoco sé que hubiera hecho contigo, un momento después. ¿Hubiera sido injusto que recibiera sólo él? Porque esa noche en casa de Ben, tú revoloteabas en torno a Cagney como la abejita sedienta que parece no haber probado nunca las delicias del néctar. Ni siquiera mis alardes de fuerza te interesaban: organicé un concurso de pulsos histórico, aunque no saliera en los periódicos, yo solo contra todos. Por este orden cayeron Douglas Fairbanks, John Wayne y Johnny Weissmüller, que a punto estuvo de romperme el brazo antes de perder… Y no te encontré en ninguna parte cuando, ya triunfante, giré los ojos como un travelling enloquecido por el inmenso salón. Esa ausencia era la mejor prueba de tu desprecio hacia mi esfuerzo, emprendido solo para complacerte a ti, porque sabía cuánto te gustaban las demostraciones de hombría, de fuerza bruta. Entonces vi en un rincón a Scott, el invitado pobre de Ben, como amedrentado entre tanta concurrencia famosa, y seguí sus ojos hasta la gran cristalera que daba al jardín iluminado por farolillos de luz tenue: allí estabais, al borde de la piscina. No sé si el tiempo que perdí en recibir felicitaciones y beber con mis contrincantes derrotados –tampoco quería ser maleducado: se juega uno mucha pasta en contratos, en estas fiestas– supuso el lapso necesario para que Cagney te echara mano al culo. No recuerdo qué le grité; sólo sé que iba congestionado, con el brazo derecho dormido y las venas de la sien abultadas, quemándoseme la piel por el exceso de sangre bombeada en el esfuerzo de los pulsos. Cagney se revolvió como un gato; ahora veo su pequeño puño alzarse, como en cámara lenta impactar contra mi mentón. Siguió un momento de parsimonia, como a cámara lenta también. Las nubes se borraron de mi mente y la sangre dejó de martillarme las sienes mientras se abría paso, entre tantas sensaciones extrañas, un leve escozor nacido en la linde de la boca. Me llevé la mano al lugar golpeado, sin preocupación porque en realidad nada debía ser comprobado: todo estaba en su sitio, hasta el hombrecito que me miraba ensimismado por debajo de su cabello rojo. Entonces volví a mis años de niño en nuestro pequeño apartamento de Chicago, encendido por la misma luz macilenta de las tardes de invierno, y vi a mi padre sentado junto a la estufa, la vieja manta a rayas tapándole las piernas yertas de estibador con la columna rota, que me advertía cariñosamente, un día en que le dije haber encontrado abejas en los cercanos tinglados del puerto: «Ten cuidado con las abejas: su picadura hace abones». Y me oí decir (no sé si a Cagney, no sé si a ti): «De esta picadura saldrá un habón». Luego se apareció mi padre más erguido que nunca, fuerte como en plena juventud, cuando salió de su aldea polaca en pos de un futuro que iba a ser de inmovilidad y dolor, diciéndole a Cagney: «a las abejas les encanta el agua», y acto seguido recuerdo a Cagney braceando torpemente en la piscina, como aturdido, y gente a mi alrededor que intentaba calmarme –¿estaba nervioso?– mientras otras personas tendían sus manos al pelirrojo, un montón de dedos sobresaliendo de chaquetas oscuras y puños de seda con gemelos de oro, como si se tratara de un pasajero de primera caído al mar desde la borda de un crucero de lujo. Y ahora me dices –aunque hables por boca de un guión: en tus ojos lo veo– que toqué techo. ¡Que te expulsé de mí! No hay derecho. Maldito Ben… ¿Donde coño te has escondido, Ben?

(Continuará)

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