altTrilogía de la Ocupación es el puente entre la ignominia y el delirio. Es el momento en el que no se sabe para qué se vive, el acontecimiento que parece haberse independizado del sentido para alcanzar la más profunda ambigüedad. Ambigüedad que no destruye ni niega la verdad sino que la pule. Es, a la vez, una evocación minuciosa, y por lo tanto presente, de la corrupción de los convenidos con la Ocupación. Más que la Ocupación, “su olor venenoso” está en las desvariadas novelas de Modiano

 

 

 

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Trilogía de la Ocupación es el puente entre la ignominia y el delirio. Es el momento en el que no se sabe para qué se vive, el acontecimiento que parece haberse independizado del sentido para alcanzar la más profunda ambigüedad. Ambigüedad que no destruye ni niega la verdad sino que la pule. Es, a la vez, una evocación minuciosa, y por lo tanto presente, de la corrupción de los convenidos con la Ocupación. Más que la Ocupación, “su olor venenoso” está en las desvariadas novelas de Modiano

 

Esta trilogía de alucinaciones es el develamiento de la desintegración de cada individualidad de una colección de personajes; a ella se le han añadido recuerdos ajenos: presentimientos del pasado, eso que Benjamin define como «datos acumulados, a menudo en forma inconsciente, que afluyen a la memoria«. 

 

Las tres novelas son, en términos bajtianos, la especialización o encarnación del tiempo en el cuerpo de quien narra un testimonio: la ocupación de un territorio y la ocupación del yo. Este yo es, en cada uno de los personajes de La trilogía de la Ocupación, el testigo disgregado de un instante, la emergencia del sinsentido que no quiere ser una historia de la Ocupación de París ni una interpretación de este acontecimiento, por el contrario intenta narrar la esencia intrahistórica del acto mismo que se hace presente en sus protagonistas: “El novelista no es ni historiador ni profeta, él es explorador de la existencia”, dice Kundera. La existencia en las tres narraciones es una revelación, una búsqueda o una imagen trazada con emociones tan ambiguas como el armisticio firmado entre los representantes de Petain y los ocupantes. Por supuesto hay en esas obras una coherencia de locura, pero todavía sin relieves, sin revelación, pero siempre fiel al testigo.

 

La Ocupación, en la escritura de Patrick Modiano, es esa señora soberana del vacío, está en la historia sin registro y discurre en sus entrañas porque es posibilidad. Los impecables efectos de la Ocupación en el inconsciente son más historia todavía porque el simple parpadeo, el instante, la abulia, dicen lo que quieren decir al pronunciar intenciones, emociones, repulsiones, existencias, traiciones, que hacen presente el tiempo mismo, y no como una insinuación o un detalle que deba ser reconstruido, ni como algo que de día es una cosa y luego otra al anochecer porque al final de la historia todo se contradice en su desatino.  En El lugar de la estrella, por ejemplo, en vez de la cascada incesante de sucesos y aventuras, el narrador, expone su testimonio de un acontecimiento aún no digerido. Raphaël Schlemilovitch es, a la vez y sucesivamente, un joven acaudalado que decide perder su dinero, romántico, judío, antisemita, tuberculoso, “gestapista”, colaboracionista, proxeneta, perseguido y amante de Eva Braun, es decir, un sinsentido o una pesadilla. Nada más alejado ni más próximo al estereotipo que representar la individualidad esparcida dentro de acontecimientos tantas veces narrados.

 

Se ha dicho que en Trilogía de la Ocupación el “Virgilio burlón [de Patrick Modiano] es, sin duda Céline”. Parece sintomático que, para apoyar este aporte ideológico del antisemitismo, Modiano se deje guiar por Céline –así sea como recurso sardónico de la parodia–. Las palabras y las acciones del protagonista de El lugar de la estrella son, en el desarrollo de la narración, la fantasía explicativa de un antisemitismo oportunista, el atributo superficial que adquiere la perversidad durante la Ocupación donde hasta la muerte es insulsa. Son también, quizá, en el delirio de Schemilovitch, el rescoldo de las narraciones escritas por Louis-Ferdinand Céline. Son, quizá, solo el humo o el verdadero sentido de la “tradición” de los cuentos y leyendas antisemitas:

 

El doctor no me perdonaba mi Bardamu desenmascarado, que le había enviado desde Capri. En ese estudio contaba yo mi maravillado estupor de judío joven cuando, a los catorce años, me leí de un tirón El viaje de Bardamu y Las infancias de Louis-Ferdinand. No silenciaba sus panfletos antisemitas, como hacen las piadosas almas cristianas. Escribía al respecto: ‘El doctor Bardamu [, el protagonista de Viaje al fin de la noche] dedica buena parte de su obra a la cuestión judía. No hay de qué extrañarse; el doctor Bardamu es uno de los nuestros, es el mejor escritor judío de todos los tiempos. Y por eso habla apasionadamente de sus hermanos de raza. En sus obras puramente novelescas, el doctor Bardamu recuerda a nuestro hermano de raza Charlie Chaplin por su afición a los detallitos lastimeros, por sus conmovedores prototipos de perseguidos… Las frases del doctor Bardamu son aún más ‘judías’ que las frases enrevesadas de Marcel Proust: una música tierna, lacrimosa, un poco buscona, un poco comedianta…’ Y terminaba diciendo: ‘Sólo los judíos pueden entender de verdad a uno de los suyos; sólo un judío puede hablar con conocimiento de causa del doctor Bardamu’.

 

Pero también hay algo malintencionado en esta novela: Schemilovitch imita a Bardamu y disfraza a sus judíos para retenerlos en su condición, si no como un signo como una identidad social: “Mi padre llevaba un traje de alpaca azul nilo, una camisa de rayas verdes, una corbata roja y calzado de astracán.” Al Vizconde Levi-Vendôme le coloca un atuendo de terciopelo para despojarlo de su condición y convertirlo no en un artista sino en un payaso o un aprendiz, es decir, los regresa al origen de los disfraces que los asienta en el cuerpo de la sociedad: son los falsos, los mentirosos y los que ocultan la verdad de quiénes son, con un disfraz y tapándose la cara

 

Sus cómplices colaboracionistas de la Gestapo le disparan, precisamente cuando ya trataba de evitar a Céline y a Drieu la Rochelle, “excesivamente enjudiados para mi gusto.” Y él, en otro episodio dentro de ese vacío prosaico, apaciguará las culpas hasta tarde, cuando regrese a otro sueño, con otras ilusiones que amanecen. Con sus entonaciones incapaces de desprenderse del pasado despertará de su abismo de susurros, sin saber si es suyo ese deseo en la utopía de los traidores, nunca hermosos, ante el doctor Freud quien trata de convencerlo de que solo sufre “delirios alucinatorios […] neurosis judaica […] paranoia yiddish”, y que además “no es judío.”

 

La ronda nocturna es el momento en el que es posible limitar la realidad de varias formas porque no da cuenta de las totalidades sino solo de una ciudad y de un agente doble (Sweet Troubador o la Princesa de Lamballe) que concurre con el espíritu de una legión (de personalidad fascista: traficantes, asesinos, torturadores, prostitutas…), la de Khédive y su cinismo ataviado con ropas de colores  insospechados. Sweet Troubador nos narra su hastío y su historieta de agente doble. Conoce a otro grupo, el de la Resistencia, la Organización de los Caballeros de la Sombra, en donde todos los miembros del grupo han adoptado sobrenombres relacionados con estaciones del metro (Marc Bloch, judío-francés, francés-judío, antónimo de los personajes de Modiano, historiador, autor de La extraña derrota, y héroe de la Resistencia, usaba tres seudónimos, todos topónimos correspondientes a pequeñas localidades de Francia), y a Troubadour se le otorga otro nombre: Madame Lamballe.

 

Convertido en la Princesa de Lamballe intenta dejar de ser un traidor ejemplar y recuperar la ciudad desterritorializada por la Ocupación. Lamballe o Troubador (no sabe quién es) la nombra, la reclama, la invoca porque su espectro puede ser una señal deslumbrante, a veces, del dolor que se sacrifica en la geografía. El territorio es el lugar conjurado, pero también el viaje triste de los condenados. El narrador, travestido, con su conciencia de delator, prefiere convocar aquellos nombres de teatros, hoteles, calles, cafés, plazas y otros lugares, de París, para apuntalar los hechos con los sentimientos que arrastran, y que por su carácter incorpóreo y su magnitud (al menos indefinida) está más cerca de la noche. París está vestida del color de los pensamientos de Lamballe o Troubador, y como sus pensamientos la ciudad está desnuda.

 

París se abre a la Ocupación y, diría  Hermann Broch, “tiene una significación social pero a nivel metafísico”. Es el desencanto con su propia forma de existencia. Durante la ronda hay hombres que perfeccionan la compañía con el resabio de la soledad: “Me explicó con voz de falsete que recortaba en la revista Detective las fotos de los criminales porque les encontraba una hermosura ‘arisca’ y ‘maléfica’. Me elogió aquella soledad ‘inalterable’ y ‘grandiosa’; me habló de uno de ellos…” Por eso menciona los espacios donde se asienta la orfandad como una emanación del vacío, los lugares en donde se reúnen y se transmiten las traiciones: “En cambio, tolero muy bien la fealdad moral”. El narrador oscila entre el día y la noche, entre la Princesa de  Lamballe y Troubador, entre el valor y el terror sin alcanzar a ninguno de los dos por su señal imprecisa.

 

El hastío que a diferencia del espacio existencialista no es una mera nada, existe en la ronda de los hechos consumados, en el orden de la experiencia, vive un presente herido que tiene asentamiento como cita de un pasado pendiente en ese lugar que es la Ocupación. Esta falta de plenitud es lo que da lugar al tiempo, al que sólo puede retenérsele nombrándolo con los nombres de las zonas de la ciudad, para nunca más ser visto.

                                                           

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La ronda o, mejor dicho, la huida sin persecución, es la imagen grotesca de los sueños, las sensaciones que se escapan entre la infamia y la depravación. Modiano recrea la ontología de la Ocupación en la que el vacío tiene una importancia capital. Todo el andamiaje vivencial gira en torno al vacío, es la idea vertiginosa de una pérdida de todas las coordenadas conocidas del yo empujada por todo cambio violento de valores. Es la fuerza por la cual el miedo persevera en su ser, no es otra cosa que su esencia. Solución: falsificación de la vida.

 

En Los paseos de circunvalación Alexandre ¿o Serge?, estafador y aspirante a novelista, para proveer a su vida de algo más que polvo en el vacío, se inventa una nueva rutina y busca a su padre: el Barón Chalva Henri Deyckecaire, un judío viejo, insignificante, vejado y despreciado por la partida de delincuentes a quienes siempre obedece. 

 

El Barón Chalva se ha despojado de lo único digno que llevaba dentro porque es su forma de exilio. Su figura es una isla inundada por las olas de la Ocupación, pero permanece hundido solo porque sustituye con firmeza otro tiempo por el brutal presente. Alexandre apaciblemente trata de cumplir su misión: desterrar sombras y confusiones, eliminar resentimientos. Su presencia trae consigo una esperanza. Recuerda sin rencores cuando su padre lo empujó hacia las vías del metro, resuenan fragmentos de sus conversaciones, recrea algunos paseos con el Barón Chalva: “Acuérdese, barón, de nuestro paseos de los domingos. Desde el centro de París, una corriente misteriosa nos desviaba hasta los paseos de circunvalación. Allí donde la ciudad arroja sus desperdicios y sus aluviones […] Ahí estaba nuestra patria.” La imagen del padre que huye, y la desilusión del hijo que lo busca sin ser reconocido, son escenas contradictorias y, como en las otras novelas, persistentemente ambiguas.

 

Con el anhelo, en principio, de eliminar lo que no soporta, Alexandre se persuade poco a poco de que debe escribir acerca de cada suceso y de cada personaje (criminales, inmundicia, “condenados a muerte aplazada”) porque si se interesa por esos degradados, es para dar, al pasar por ellos, con la imagen escurridiza de su padre: “No sé casi nada de él. Pero me lo inventaré” […] “¡Si estos animales me dejaban vivir escribiría una novela hermosa: que se olvidará definitivamente del doctor Louis-Ferdinand Céline, el judío más solapado de todos los tiempos!”  

  

Las tres primeras novelas de Modiano no están subordinadas por la historia ni por un mensaje políticamente explícito: “La política es, por definición, una simplificación de las cosas, convertirlas en superficiales, y nuestro trabajo es justamente el contrario: mostrar lo que hay oculto, la complejidad”, dice Modiano en una entrevista. Trilogía de la Ocupación… es solo, en realidad, literatura. 

 

Patrick Modiano, Trilogía de la Ocupación, traducción: María Teresa Gallego Urrutia, Anagrama, 2012.  

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