La sucesión de malos resultados electorales ha generado un clima de crisis que, a estas alturas, resulta difícil presagiar como acabará. Demasiadas veces, la gente de izquierdas dedica más energías y talento a las batallas internas que a construir un proyecto sólido. Quizás es un reflejo de su debilidad estructural, de verse forzada siempre a ir a la contra, con pocos recursos, a habitar en espacios institucionales y mediáticos marginales. Pero debería ser la conciencia de esta precariedad el principal acicate para construir, con generosidad, proyectos capaces de persistir y servir de referencia a mucha gente. Las notas que siguen solo pretenden contribuir a un debate en el que lo prioritario pasa por no tensar la situación, tratar de racionalizar los problemas, y buscar respuestas a corto, medio y largo plazo.
Un proyecto mal diseñado
Parte de los problemas son de índole organizativa. Sumar nace a la vez como una coalición electoral de fuerzas de izquierda y como una nueva formación política. Si ya de por sí una coalición electoral es un proyecto complicado, que exige una negociación ardua de programas y, sobre todo, de candidaturas, lo de la creación adicional de una organización política supone un grado de complejidad enorme. Como no estoy en el intríngulis del proceso opino de oídas, pero todo apunta a que la construcción del nuevo proyecto tuvo mucho que ver con la necesidad del núcleo de Yolanda Díaz de dotarse de un músculo organizativo para contrarrestar la fuerza de otras organizaciones ya existentes. El resultado es, en parte, contradictorio, puesto que se acaba por añadir más complejidad a una estructura partidista en exceso fragmentada. El ejemplo más extremo es Madrid, donde siguen coexistiendo Más Madrid e Izquierda Unida. Por el contrario, donde menos tensiones se han generado es en Catalunya, donde todo el mundo aceptó integrarse en Catalunya en Comú. El modelo actual no ha funcionado y, como siempre, la crisis organizativa se ha manifestado cuando un declive electoral ha dejado sin representación a alguna de las fuerzas de la coalición.
A corto plazo, esta cuestión organizativa sólo tiene dos salidas: o replantear Sumar como una mera coalición, estableciendo normas claras para que todo el mundo se sienta cómodo, o empezar a trabajar para formar una nueva organización que integre a las existentes. Esto último es seguramente lo deseable, pero exige una altura de miras y una generosidad que muchas veces es difícil de encontrar. No sólo por las actitudes tóxicas de algunos líderes, sino también porque una parte de las bases tiene un apego especial a su organización y recela de perder los referentes a los que está habituada. Pero ahora debería resultar claro que estamos en un proceso de fin de ciclo, que exige cambios. De no existir éstos, el riesgo es caer en el ostracismo. Si en Catalunya la unificación está más avanzada es, en buena medida, porque Iniciativa per Catalunya-Verds supo reconocer que su experiencia tocaba techo y fue generosa con la emergencia de nuevos liderazgos.
Liderazgos, efervescencias versus políticas institucionales
Para tener buenos resultados electorales y poder influir en las acciones políticas hacen falta buenos resultados electorales. Pero difícilmente una buena acción institucional sirve para generar una movilización electoral suficiente. Esto es especialmente importante para la izquierda alternativa, que no cuenta con los aparatos, los recursos y los medios propagandísticos de las grandes formaciones ni, tampoco, de una capacidad decisiva en muchas políticas. En el mejor de los casos, se alcanzan (salvo en algunos gobiernos locales) espacios de poder minoritarios que exigen pactos y renuncias, más allá de lo que imponen la multiplicidad de presiones legales y mediáticas orientadas a socavar la credibilidad de los izquierdistas en el poder. La acción institucional desgasta, aunque constituye un espacio esencial de toda política transformadora.
Pero los mejores resultados se obtienen al calor de líderes con un cierto carisma, que se presentan como rupturistas de la política convencional, que plantean transformaciones radicales que mucha gente las interpreta como una posibilidad real de cambio profundo. Casi siempre, coincidiendo con una coyuntura adecuada en la que el personal está dispuesto a escuchar propuestas «fuertes». El mayor avance electoral de Julio Anguita se produjo cuando ya era manifiesto el desgaste del PSOE. La subida de Podemos y el municipalismo del cambio tuvo lugar como respuesta a las políticas de austeridad, y se sustentó en activistas como Pablo Iglesias o Ada Colau, que habían cimentado su prestigio fuera de las instituciones. Incluso la misma Yolanda Díaz se hizo popular imponiendo una reforma laboral que rompía con la línea dominante. Sus candidaturas se presentaban como la posibilidad de que la calle movilizada llegara al poder. El éxito inicial fue indudable, pero a medio plazo su eficacia se reduce. Porque la posterior acción institucional erosiona su imagen, la ausencia de una organización sólida genera cansancio en mucha de la gente que se incorpora al movimiento en la fase de ascenso, y también mucha gente se desencanta al constatar que lo realizado queda lejos de lo soñado. En el peor de los casos, los egos de estos líderes acaban generando dinámicas enloquecidas que dividen, agotan y desaniman. La historia de Podemos y Pablo Iglesias es un ejemplo claro de este deterioro. En el mejor de los casos, la simple erosión de los viejos liderazgos acaba por neutralizar su éxito inicial.
No siempre existe una coyuntura adecuada. Ni tampoco se pueden fabricar líderes movilizadores. O que sean capaces de asumir que, en algún momento, deberán variar su posición y conseguir que su grupo de incondicionales lo entienda. Plantear que la continuidad de un proyecto de transformación exige, en los tiempos que corren, la capacidad de leer los movimientos reales, el desarrollo de procesos y líderes fuera de la política institucional (que además sirvan de revulsivo al anquilosamiento), de generar oleadas de entusiasmo movilizador, de reinventar el proceso cada cierto tiempo, debería ser una preocupación permanente de toda buena organización que aspire a activar la sociedad. Es especialmente importante para conseguir la implicación de la gente joven, la que se necesita para vivificar y renovar cualquier proyecto. No siempre tenemos coyunturas favorables, ni gente potente a la que promocionar. Pero hay que ayudar a que estas condiciones se den.
Propuestas generadoras de resistencias y ausencia de un proyecto integrador
La izquierda aspira a representar los intereses de la mayoría de la sociedad. A promover una propuesta racional y deseable de la organización social. A defender una sociedad donde la convivencia sea compatible con la libertad individual. Todo ello pasa por recortar los derechos del capital y la propiedad privada, por regular muchos aspectos de la vida social, por reorientar el consumo y la producción a niveles sostenibles con los límites de nuestro entorno natural, a eliminar privilegios…
Si uno lee las propuestas programáticas, hay muchas buenas ideas en todas estas direcciones. Pero la cuestión que no puede dejarse de lado es que alguna de estas propuestas choca frontalmente con hábitos y creencias compartidas de una buena parte de la base social potencial. Y es allí donde en parte la extrema derecha encuentra su caladero. Me refiero a temas como los planteados por el feminismo y el movimiento LGTBI, la cuestión migratoria y el ecologismo. En los tres ámbitos no se pueden hacer concesiones ideológicas esenciales. Son tan esenciales para construir una sociedad igualitaria como el cuestionamiento del capital y la necesidad de democracia económica. En el caso del feminismo, hay ya bastante camino avanzado (aunque quedan muchas resistencias, posiblemente más de las que se manifiestan explícitamente), pero la defensa de los derechos de los migrantes, y la necesaria reconversión ecológica, están lejos de alcanzar un consenso social amplio.
El nacionalismo extremo, el racismo, forman parte de la educación de millones de personas. Y la llegada masiva de migrantes extranjeros, animada por las desigualdades entre países, por la existencia de regímenes sociales y políticos insoportables, y por el envejecimiento de las sociedades europeas, ha propiciado un espacio social en el que la extrema derecha se mueve con enorme desparpajo. Sus bulos se expanden en una sociedad proclive a éstos, que encuentra en los que llegan al chivo expiatorio sobre el que cargar sus medios y su malestar. De la misma forma, las políticas ecológicas generan rechazos en personas que ven amenazadas sus formas de vida habitual, su actividad laboral y cuya primera reacción es la del rechazo. Esto no implica renunciar en absoluto a plantear propuestas en estos campos, pero sí a afinar los planteamientos, hacer un buen trabajo explicativo. Implica un trabajo intenso en aquellos sectores que van a ser más proclives a generar resistencias.
Tampoco hay una propuesta global de alternativa social. La vieja izquierda tenía una propuesta de reorganización social basada en la economía planificada, el igualitarismo y la abolición de la propiedad privada. Somos herederos del fracaso de la experiencia soviética, de su autoritarismo, de su burocratismo, de su conversión en dos variantes de capitalismo (una, la china, en todo caso más exitosa). Y también estamos huérfanos de una idea esencial de lo que podría ser una sociedad igualitaria, ecologista, feminista factible y deseable. Hay muchas propuestas, pero no hay ningún referente claro que permita a mucha gente ligar sus prácticas cotidianas a un proyecto deseable de largo plazo. En esto los nacionalismos tienen una gran ventaja, pues consiguen enganchar a la gente en un proyecto mítico, inconcreto, de nación independiente que recoge viejas tradiciones y que no genera contradicciones con la vida real de sus defensores. Quizá por eso la izquierda cosmopolita casi ha desaparecido de Euskadi y Galicia; en Catalunya resiste, pero se encuentra condenada a una posición secundaria y en gran parte circunscrita a la metrópoli barcelonesa.
Una sociedad compleja
La sociedad actual es muy diferente de aquella en la que la vieja izquierda basó sus análisis. Aún en plena transición, la estructura social podía caracterizarse por barreras sociales bien delimitadas, por una fuerte presencia de una clase obrera manual sobradamente identificada (y que tenía un complemento en modelos familiares con fuerte división sexual del trabajo), una franja de capas medias asalariadas relativamente pequeña y la persistencia de capas medias no asalariadas, fundamentalmente en el mundo agrario y el pequeño comercio.
Hoy la pintura es mucho más compleja, debido a diferentes procesos. De un lado, la reorganización de la propia economía capitalista: desindustrialización, deslocalización, cambios en los modelos organizativos de empresa y fuerte crecimiento del sector servicios. Hoy, en nuestro país, la clase obrera es fundamentalmente trabaja en los servicios. Otro factor crucial ha sido la universalización de la educación, que constituye una experiencia vital universal, pero que acaba por generar oportunidades vitales muy diversas a personas de un mismo origen social. Una parte de los jóvenes de origen obrero tienen ahora titulaciones formales, y entran en una experiencia vital diferente de los que se mantienen en actividades laborales manuales. Este proceso de diferenciación ha estado, además, favorecido por la expansión del sector público y de determinadas actividades empresariales que requieren de gente con determinados currículos educativos. Lo que hoy significa la experiencia laboral es mucho más distinto ahora que en épocas anteriores. A ello hay que añadir dos cuestiones esenciales: el cambio en las estructuras familiares y la entrada masiva de mujeres al mundo del empleo asalariado (con todo lo que conlleva de experiencia de discriminación laboral, de doble jornada, etc.) y la, también masiva, llegada de personas extranjeras, con experiencias vitales diferentes, con la distorsionadora presencia de las normas de extranjería, con la segregación ocupacional… Una parte importante de la clase obrera manual es inmigrante, a menudo sin derecho a voto ni acceso a una actividad laboral normalizada. En conjunto, un magma de población asalariada, numéricamente dominante, pero incapaz de reconocerse como clase. Muchas veces atenazada por una vida cotidiana dominada por su vida laboral y las imposiciones del consumismo (que estructura sus vidas). Que un discurso complejo como el de la nueva izquierda llegue mejor a segmentos de las clases asalariadas cultas que a la base de trabajadores de servicios es bastante comprensible. Pero no tiene sentido proponer como alternativa «volver» a políticas de clase tradicionales, porque tienen que ver con un mundo que no existe. El verdadero desafío es como construir un proyecto social transformador en lo social y lo ecológico a partir de este patchwork social complejo.
Además, se han transformado las formas de socialización y relación de la gente. Sin entrar en detalles, tenemos modelos de vida más individualizados, un acceso a la información más segmentado, menos espacios de interacción social compleja. La izquierda tradicional se apoyó en viejas prácticas religiosas y en los espacios de vida comunitaria autoconstruidos para consolidar su base social. Hoy debemos pensar en nuevas formas de conexión cuando muchas de las viejas fórmulas han dejado de funcionar. Y ello añade otra tuerca de complejidad a lo que debe hacer una izquierda con ambición transformadora.
Fin
Esta nota es demasiado larga. He tratado de compendiar lo que pienso que está en la base de los problemas de Sumar y más allá, en el declive de las izquierdas transformadoras (y en su negativo el crecimiento de la extrema derecha). Hay muchas cuestiones, y cada una requiere un tratamiento particular. Algunas podrían ser solucionables si hay buena voluntad (el encaje organizativo); otras requieren mucha persistencia y trabajo a largo plazo. Situarlas en conjunto puede tener, en el momento actual, el interés de ayudar a entender que muchos de los debates en los que a menudo nos perdemos se deben a que estamos inmersos en una telaraña densa que, en ocasiones, no nos deja ver líneas de respuesta. Partiendo de la conciencia de la complejidad, y de cuál es la naturaleza de los problemas, quizás podamos encontrar respuestas y evitar peleas inútiles. Porque en el contexto actual de derechización, crisis social y ecológica, es más necesario que nunca que nos dotemos de organizaciones, incluidas las políticas institucionales, que ayuden a impulsar otra dinámica social.
*Fuente original: https://mientrastanto.org/236/notas/sumar-en-crisis-unas-notas/
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.