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La Escuela de Mecánica de la Armada fue un centro clandestino de tortura y desaparición durante la dictadura militar argentina, un “chupadero” en el argot de los detenidos desaparecidos, sin duda el más conocido y el que ha pasado a la historia como un auténtico sumidero del horror. Desde nuestra llegada a Buenos Aires teníamos programada una visita guiada por la Asociación de Detenidos Desaparecidos y por fin ayer nos atrevimos a hacerla.

Era un día lluvioso. Por indicación de nuestro guía, “Cachito” para los amigos, iniciamos el recorrido siguiendo el camino que hacían los coches que trasportaban a los prisioneros, avanzamos por una bonita pradera sembrada de construcciones de inequívoco “estilo militar”, que albergaban los alojamientos y centros de instrucción de los futuros mecánicos de la armada argentina, chavales de quince o dieciséis años, cabos segundos,  llamados a convertirse en los suboficiales del sector más clasista del ejército argentino, como suelen serlo todas las armadas del mundo.

Pero los detenidos no veían nada de esto, iban convenientemente encapuchados, esposados y golpeados, cuando no heridos. Su destino era el pabellón de oficiales, justo debajo del salón donde se celebraban las fiestas. A la vez que se brindaba por la patria, el honor y este tipo de cosas, en los sótanos se torturaba hasta la muerte a seres humanos indefensos.

El sótano es un gran espacio diáfano, unos paneles explican su distribución en distintas épocas. Siempre hubo salas de tortura, similares y reconocibles por cualquiera de nosotros y, algo que nos llamó la atención, una “enfermería”. Nos explicaron que en ese local se inyectaba pentotal a los internos e internas que iban a ser “trasladados”, vimos el aparcamiento donde se instalaban los camiones que los llevarían como fardos a los aviones desde donde los arrojarían al mar. Algo recorre tu espalda y te encojes por dentro, comprobamos que nos hacemos mayores, que hay que volver a tragarse las lágrimas.

Pero… ¿por qué no los mataban de una vez con una inyección mortal, qué razón tenían los vuelos de la muerte? La respuesta es sobrecogedora, e ilustrativa de hasta dónde puede llegar la crueldad y el cinismo de la iglesia católica: por indicación de monseñor Gracelli, vicario castrense de la marina, se les arrojaba vivos al mar para que dios, si esa era su voluntad, pudiera salvar las vidas que él quisiera… De esta forma, además, no había ni pecado ni arrepentimiento, los asesinos eran un instrumento de la voluntad de dios. En aquel momento todos pensamos en Rouco Varela.

siguiente paso de quienes sobrevivían, siempre pendientes de un posible “traslado”, era La Capucha, local que ocupaba toda la tercera planta donde la gente detenida permanecía encapuchada, con grilletes en los pies y esposada; tumbada sobre colchonetas de goma espuma, en nichos de setenta y cinco centímetros de ancho por dos metros de largo separados entre sí por paneles de aglomerado. Comían por debajo de la capucha y sin moverse de su sitio, no podían levantarse salvo para ir al servicio, momento que podía ser aprovechado para violar a las mujeres o darle una paliza a los hombres. El paraíso, en expresión de Cachito, era la ducha, único momento en que se estaba de pie, sin capucha y al correr el agua sobre el cuerpo les devolvía la sensación de estar vivos.

El final de la estancia en La Capucha, el “archivo” en el argot de los carceleros, era el “traslado” o pasar a La Capuchita, que ocupaba la última planta y donde se realizaba trabajo esclavo para la armada. Allí las condiciones de vida eran distintas, se dormía en una cama, no había capucha ni grilletes y se trabajaba, fundamentalmente en la falsificación de documentos y en la elaboración de un dossier de prensa internacional y nacional. Lo doloroso de esa obligación de tener que colaborar con ellos para salvar la vida se agravaba por el hecho de  que el dormitorio colectivo estaba al lado de dos salas donde se realizaban torturas, en ocasiones día y noche, y debían convivir con los gritos y golpes, recordatorio permanente de cuál era su situación real y del sufrimiento de sus compañeras y compañeros.

Es en este punto donde encontramos más afectado a nuestro guía. Él estuvo allí y esa es la explicación de que pudiera salvar la vida. Nos confesó que su principal problema hoy es explicar a los familiares de las personas desaparecidas por qué él está vivo y su gente querida no, cuando le piden explicaciones sobre lo que hizo. Son preguntas que dejan traslucir la sospecha y tienen su explicación en un enorme dolor todavía presente. Nos cuenta alguna de las teorías que se ha formulado para explicarlo, pero termina confesando que no sabe por qué él está vivo. Concluimos que aquel horror no podía tener ninguna explicación lógica, que la única lógica del terror a ese nivel es la arbitrariedad más absoluta.

Salimos al exterior, seguía lloviendo pero nos pareció una mañana espléndida. Habían pasado más de dos horas y estábamos muy conmovidos. Nos abrazamos a Cachito. Fuimos a comer y hablamos de todo, comprobando lo que se parecían nuestros torturadores y lo que nos parecemos sus rehenes. Pero nuestra principal conclusión es que debemos lograr que la gente de nuestro país pueda algún día “visitar”la DirecciónGeneralde Seguridad o el cuartel de Intxaurrondo. Ver, oír y sentir lo que pasó –y aun pasa…- en aquellas guaridas del horror será la mejor garantía de que no vuelva a pasar NUNCA MÁS.

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Articulista en Revista Rambla | Web | Otros artículos del autor

San Sebastián, 4 de febrero de 1945. Periodista y editor español, antiguo luchador antifranquista. Integrante de La Comuna presxs del Franquismo.

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