La crisis parece haber traído a España una extraña afición por la muerte. Necrofilia selecta, eso sí. Porque de un tiempo a esta parte en este país se prodiga una curiosa inclinación hacia los cadáveres de alta alcurnia, esos difuntos cuyo último suspiro, irremediablemente brusco y violento, coincide con el estertor final de una época. Un fenómeno que, en realidad, no parece esconder más que el intento de comprender esta suerte de lenta agonía que bajo el manto de los recortes y ajustes, nos está tocando sobrellevar a los españoles con más pena que gloria.

El historiador del Centro Superior de Investigaciones Científicas, Antonio Monterroso, ha conseguido en Roma una de las más espectaculares manifestaciones del fenómeno. Tras empeñar diez años de su carrera, ha logrado descubrir por fin el lugar exacto donde Julio César recriminó a Bruto la postrera de las 23 puñaladas recibidas. Hallazgo que, en cualquier caso, parece haber dejado indiferente a los miles de romanos que cada día toman el autobús junto a la antigua Curia de Pompeyo o acuden al Teatro Argentina en las inmediaciones donde el idolatrado dictador fue asesinado el 15M del año 44, fecha que los usos de la época prefirieron denominar como idus de marzo.

Más cercana, pero no menos peculiar resulta la autopsia a la que ha sido sometida estos días la momia del general Prim en un hospital de Reus, si bien tampoco en este caso parece que la espera de los resultados esté provocando ansiosos insomnios entre la ciudadanía. El interés de este análisis residía, según sus promotores, en determinar si el líder progresista decimonónico, cuyo temor por la república llevó a promover como rey a Amadeo de Saboya, ultimó su vida el 30 de diciembre de 1869 o por el contrario falleció tres jornadas antes, esto es, el mismo día en que un pistoletazo le provocó heridas mortales mientras paseaba por la madrileña calle del Turco.

La muerte de los prohombres de antaño parece así proyectarse sobre el presente como una especie de oráculo en el que conocer el dónde y el cuándo del óbito sistémico presentido, del mismo modo que los antiguos consultaban las entrañas de las aves para prever el futuro. Una inquietud que, por el contrario, no parece despertar los cadáveres anónimos, tal vez por vivir en un país acostumbrado a recibir con alivio la noticia de que los fallecidos en un accidente ferroviario viajaban todos en segunda. Y si algo no falta en el imparable tren de la Historia de España son pasajeros de segunda y hasta de tercera: finados desafinados, enterrados en las cunetas de un ayer aun demasiado presente, o legión inacabable de muertos de hambre y de asco, algunos con las convulsiones terminales tan recientes que todavía provocan estragos en la cola del paro.

Frente a la elegante solemnidad de los grandes personajes, el ruido impertinente de estos esqueletos pobres resulta demasiado insoportable como para no abandonarlos al olvido. Por eso, solo si saben guardar la exigida compostura podrán aspirar a un lugar en el obituario social de los nuevos tiempos. Es lo que ha ocurrido con los reventados difuntos del desastre de Annual, los mismos que propiciaron con su desgracia la dictadura de Primo de Rivera, a quienes el gobierno premió recientemente con una medalla por su eternidad de callada sumisión. Y es que ya se sabe: pocas cosas son más del agrado de don Mariano Rajoy que las mayorías silenciosas. Aunque esos silencios se pudran en el camposanto.

Periodista cultural y columnista.

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