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No en los márgenes de Atenas, ni bajo el cielo fulgurante de Tesalia, pero sí en una isla a la que el encierro del mar presta la irrealidad necesaria que siempre la lejanía concede a la experiencia del amor, el protagonista de Muerte en Venecia cede y rinde todas sus fuerzas ante los mensajes, los hechizos y las magias de la belleza. La belleza le habla, como siempre ocurre en estos casos, desde el cuerpo perfecto de un ser que resplandece en la blandura del juego, adornado por un silencio como el que guarda a una flor cerrada que despunta, como el de un paisaje imaginado con la mente. Pero ahí está, jugando en la playa de Lido, haciendo y deshaciendo castillos en la arena, un Apolo niño ensimismado, y la fuerza del mensaje arrastra por las calles de Venecia a un hombre al que el viaje –buscado, sí, pretendido con una juvenil ansia de estar lejos– ha arrancado de la fiabilidad insensible de sus cuatro paredes. Una vez que Aschenbach ha aceptado convivir con la amenaza que transportan unas negras góndolas que hacen pensar en elegantes ataúdes, una vez que ha experimentado con dolor que no habrá para él segunda vez en esa ciudad inhóspita, una vez que reconoce que es la belleza encontrada en la isla enferma la única razón de su pesar ante la perspectiva de una vuelta a casa, una vez que ha comprendido todo eso, Aschenbach puede entregarse con la media consciencia de un loco de amor a la caza furtiva del milagro nórdico. Por unos instantes Lido no es Lido, sino el paisaje en el que los griegos situaban la cúspide de la felicidad, que sólo tiene espacio en la muerte: quienes han cumplido su existencia con belleza disfrutan del ocio eterno en un paraje más allá del invierno y de la lluvia, más allá del trabajo, entregados a un juego divino que refresca la dulzura de las brisas y los frutos tiñen con la luz brillante de su oro. Por un instante la playa es el rincón celeste descrito por Homero. Pero no sólo aquí los griegos marcan el camino.

Ante un rapto semejante por la belleza no puede sino dejarse oír a lo lejos la voz de una época que conocía el secreto: los bellos mueren pronto. Aschenbach lo ve a través de la blancura de la piel adolescente, y se dice varias veces a sí mismo que el muchacho no conocerá nunca los estragos de la vejez. La diosa Eos abdujo a Orión; Jacinto perece al ser pretendido por dos dioses de distinto poder, pero capaces ambos de fulminar al hombre, y el propio Aschenbach, ese erudito consagrado al trabajo solitario, sabe que Sémele murió ardiendo ante el esplendor de la belleza divina: Zeus es esto y esto más de lo que el mortal puede resistir. Al final, el bello adolescente moverá su mano indicando el camino por el que en otros tiempos Hermes conducía de la mano al espectro que queda en la muerte, guiándolo hacia la sombra quieta y definitiva. Caminando entre las aguas Tadzio se gira, mira otra vez al feo enamorado que durante semanas lo ha venido persiguiendo incansablemente con la vista. Ya está todo hecho; el viaje ha terminado; Aschenbach cumple por fin con la tarea encomendada por la ciudad enferma. La inversión de la inversión –Sócrates no moría, pero tampoco era él quien perseguía a Alcibíades– recupera sin embargo la forma del más excelso amor: es el que ama quien está entusiasmado, es él quien tiene el dios dentro, por eso su muerte es justicia a la belleza, es morir en la belleza. Los suaves cortejos en los alrededores de Atenas poseían la fuerza inusitada de quien sabe quedarse en su lugar. Sócrates no cedía, Fedro no guiaba; Alcibíades era burlado, Sócrates se marchaba victorioso. En Venecia la muerte es el final de un sabio que no supo conducirse con lo bello, pues pese a los estremecimientos, los retrocesos, el pudor, el llanto, el no-poder-hablar-no-poder-ya-ver, Sócrates, a diferencia de Aschenbach, que sólo lo intuía en su delirio erudito, no confunde las esferas, mantiene la distancia que el solitario alemán va acortando cada vez más hasta tener al joven a sólo seis pasos, durante esa chanza de muerte que gesticula a las puertas del hotel. Y no casualmente el tinte en su pelo y el  maquillaje sobre sus arrugas expresan que ha perdido los papeles. Aquel anciano estridente que pretendía confundirse con la belleza de los jóvenes, y que él había abominado con horror, se ha pegado como un doble a sus enfermas carnes de viejo. Pero es bello morir justo cuando el ser amado se vuelve una vez más hacia nosotros, prodigándonos lo último que del mundo querríamos ver. La distante sonrisa de Tadzio es, en efecto, el regalo fatal que permite al artista morir como lo que verdaderamente es.

Evelio Gómez

Ilustrador y Redactor en Revista Rambla | Web | Otros artículos del autor

Editor, diseñador e ilustrador.

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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