altEl 14 de marzo de 1978, Agustín Rueda, preso político de ideas anarquistas, fue asesinado a palos por seis funcionarios de la prisión de Carabanchel, mientras se encontraba en una celda de aislamiento del CPB (Celdas de Prevención Bajas), galería subterránea de castigo.

 

 

 

El 14 de marzo de 1978, Agustín Rueda, preso político de ideas anarquistas, fue asesinado a palos por seis funcionarios de la prisión de Carabanchel, mientras se encontraba en una celda de aislamiento del CPB (Celdas de Prevención Bajas), galería subterránea de castigo.

 

altMorir a palos, a patadas y puñetazos es realmente desagradable. Uno no muere rápido, tienen que darte duro, con insistencia, durante mucho tiempo, romperte esto y aquello y hacerlo, para garantizar cierta eficacia, entre varios.

 

Poco después, y dados sus méritos y experiencia, el director de la prisión, Eduardo Cantos fue trasladado a la cárcel de Murcia en calidad de criminólogo. Criminólogo, experto en crímenes. Las autoridades de la Dirección General de Prisiones y del Ministerio de Justicia debieron considerar el asunto como el máster del buen señor.

 

Supe de la muerte de Agustín Rueda, por una nota que publicó la prensa y, posteriormente, por el testimonio de un amigo que, por entonces, preso igualmente en Carabanchel, fue testigo cercano. Guardo su nombre como me lo pidió en aquel momento. Poco más o menos, me dijo:

 

… apaleado por seis funcionarios, pateado en una celda de castigo, casi a oscuras, celda desnuda, de suelo húmedo y frío, de paredes lisas y sucias en las que su cabeza rebotó con brutal insistencia, dejando brochazos de sangre, con algo de piel y algunos cabellos pegados…

 

Lo dejaron agonizar durante horas, ensangrentado el rostro, partidos los labios y los dientes, rotas varias costillas, destrozado el hígado, orinando sangre en sus propios pantalones…

 

En las celdas vecinas hubo gritos de horror, protestas, alaridos de miedo… Los sacaron a todos y los mandaron desnudarse, cara a la pared, en posición de firmes. Cachearon sus ropas, desgarrando los bolsillos, arrojando al suelo su contenido, pisándolo con rabia disfrazada de indiferencia. Luego, un jefe de servicios y dos funcionarios, gomas en mano, castigaron las piernas, las nalgas, las espaldas, en medio de un gritería de dolor y moratones inflamados, reventados, sanguinolentos. Después, vuelta a celdas y silencio. Agustín, todavía agonizante, emitía algún lamento, bajito, pero perfectamente audible, en medio del silencio, de una parte a otra de la galería subterránea.

 

Por la mañana temprano, fui y pregunté; me dijeron: “Esta en la enfermería, indispuesto, no puede salir”.

 

TENÍA VEINTISÉIS AÑOS

 

Miguel Ángel Jiménez, por aquellos años, era funcionario de prisiones, en Carabanchel. La mañana del 15 de marzo, Miguel Ángel entró de servicio como jefe de centro de la prisión. Nadie le informó del crimen y sus compañeros, implicados en el asesinato, le presentaron el parte para el relevo sin incidencias. Si lo hubiese firmado tal cual, como era preceptivo, se hubiese visto envuelto en el caso, ya que tal firma significaba su aceptación de que Agustín Rueda seguía vivo:

 

“Yo entré de servicio a la mañana siguiente, como jefe de centro. Me presentaron el parte como si nada hubiese sucedido. Tantos aquí, tantos allí, y uno más en enfermería…

 

Iba a firmarlo cuando un destino me dijo que el de enfermería estaba muerto… Luego, el saliente de enfermería, amigo mío, me lo confirmó. Fue una jugada. Para ellos, cuanta más gente involucrada hubiese, mejor. Pero no se hace eso con un compañero.

 

Lirón de Robles estuvo de jefe de servicios la noche del asesinato. Lo procesaron y estuvo tres años en la prisión de Segovia. Murió poco después”.

 

Lirón era un viejo conocido de los presos antifranquistas. Tras su último servicio (su último crimen cabría decir) al Estado ya monárquico, ya “transicionado”, murió de muerte natural. Lo poco natural fue su vida.

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