R@MBLA
Un nuevo concierto del ‘Réquiem’ de Mozart es lo que en teatro sería una nueva representación de un ‘Hamlet’ de Shakespeare, todo un acontecimiento que el público aguarda expectante a pesar de haberlos gozado en más de una y dos ocasiones. La historia es ya sabida de todos y, por si acaso quedara algún despistado o la más leve duda de la genialidad de ‘Amadeus’, el formidable biopic de Milos Forman ensalzó sin reserva alguna al maestro vienés a la categoría de mito —baste recordar la épica con que relata la elaboración de la lacerante “Lacrimosa”—: “que un ser humano componga una misa de reposo en el umbral de su propia muerte es como el prisionero que cava su propia tumba en medio del bosque más tenebroso para llevarse un disparo en la nuca tras acumular su último montón de tierra”.
El fervor religioso siempre ha legado grandes obras a la humanidad. Creyentes o no, hay que valorar sin ningún desprecio ese fin teológico que ha inspirado a artistas de doctrinas tan dispares como Miguel Ángel, Caravaggio, Zeffirelli o el mismísimo J.S. Bach. Es innegable que, incluso el más escéptico, sucumbe ante la belleza arrolladora de sus obras. En ese sentido, el ‘Réquiem’ de Mozart es quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos. Uno siente el peso de lo sagrado, de la penitencia caer sobre sí al presenciar un concierto como el que dio la OBC en el Auditori. Cabe agradecer que en el programa de mano se adjuntara los textos litúrgicos en latín con su correspondiente y poética traducción en catalán a cargo de Narcís Figueras; ya que, a pesar de ese lenguaje universal que es la música, y los cánticos, la revelación melódica del estado de ánimo humano, es sólo a través de la fuerza bíblica de las palabras que el mensaje llega al público con toda su profunda intensidad cristiana.
Pablo González, director titular de la OBC desde 2010, supo guiar a su rebaño con el rito y la solemnidad necesarias, y los solistas Elizabeth Watts, Ann Hallenberg, James Gilchrist y José Antonio López se conjuraron para convertir sus poderosas voces en el instrumento absolutorio de la palabra de Dios, arropados por un Cor Madrigal de una pureza gloriosa. El aperitivo al plato fuerte de la noche lo presentó Juan Manuel Gómez con la ‘Serenata para tenor, trompa y cuerda’ de Benjamin Britten, un vaso de licor denso que ya rezumaba el sabor lúgubre de la velada y que Werner Güra se encargó de servir de tan frío, escalofriante.