Hablamos con Samuel Aranda, fotógrafo catalán ganador del World Press Photo en 2011, además del Premio Ortega y Gasset 2015 y el Premio Nacional de Fotografía de 2006. “Vi como los de Unicef no salían del hotel de cinco estrellas, con barra libre, conciertos privados y prostitutas menores”.

Samuel Aranda

La carrera de Aranda empezó “demasiado temprano” y, a muy corta edad, ya viajaba a Medio Oriente como corresponsal para cubrir el conflicto palestino-israelí para EFE. Fue entonces cuando decidió dar visibilidad a los invisibles, a las víctimas de las tragedias que ocupan los titulares. Su inquietud le ha llevado a fotografiar las revoluciones árabes en Túnez, Yemen, Libia y Egipto. Ha captado la Franja de Gaza, la epidemia del ébola en Sierra Leona, los niños que malviven en las calles en Bucarest y el drama de los refugiados. Sus imágenes están relacionadas con la denuncia de las injusticias, las víctimas de conflictos bélicos y la supervivencia de los más débiles.

La trayectoria del de Santa Coloma de Gramenet se ha forjado, sobre todo, en El País, The New, York Times, Le Monde, La Vanguardia y varias agencias de prensa. Suya es la famosa imagen de una mujer con niqab consolando a su hijo herido durante las revueltas en Yemen. Gracias a esta fotografía publicada en The New York Times, que tanto nos recuerda a La Pietá de Miguel Ángel, ganaba el World Press Photo en 2011. También son suyas las polémicas imágenes con las que el diario estadounidense ilustró la pobreza que vivía España.

 ¿Cuándo decides que quieres ser fotoperiodista?

Nunca fue una decisión sino un cúmulo de accidentes. Al principio pintaba grafitis y me gustaba fotografiarlos. Después empecé a hacer fotos de lo que pasaba en el barrio, como manifestaciones o el movimiento okupa. Me di cuenta que podía ganarme un sobresueldo vendiendo este tipo de fotos y a partir de esto me fui enredando más y más.

¿Con qué edad empezaste?

Me hice profesional demasiado temprano. Con 19 años ya estaba haciendo de fotógrafo. Ahora, si hago una retrospectiva, me doy cuenta de que no tengo proyectos personales. Muy pocas fotos son mías de verdad, ya que son encargos. Es necesario fotografiar lo que quieres y, normalmente, los fotógrafos empiezan por aquí y poco a poco se van profesionalizando. He ido al revés del resto.

¿Qué lleva a un chico de Santa Coloma de Gramenet a querer viajar y fotografiar el mundo árabe?

Fue la necesidad de entender ciertas cosas. Surgió cuando vi que mis amigos, uno palestino y el otro israelí, se odiaban profundamente. Necesitaba saber por qué dos personas tan parecidas no se podían ni ver, y la curiosidad me empujó a hacer mi primer viaje, a Tel Aviv. Me pasé más de un mes entre Palestina e Israel, y esa experiencia me atrapó.

Gracias a tus fotografías conocemos realidades que nos son difíciles de alcanzar por otros medios. ¿El fotoperiodismo debe estar atado al compromiso social?

Yo creo que sí, aunque no es del todo cierto que los fotoperiodistas seamos activistas sociales, ya que muchas veces hacemos encargos sin ningún tipo de compromiso ni intención social. Sin embargo, lo que me mueve a mí a la hora de hacer fotografías es molestar. Es lo que quiero y me siento cómodo haciéndolo. Por ejemplo, durante los dos últimos años en África, desde The New York Times hemos sido muy críticos con la ONU.

En 2011 ganas el World Press Photo con la fotografía de una madre que consuela a su hijo herido en el conflicto del Yemen. ¿En qué circunstancias fue tomada?

Era un encargo que hice para The New York Times. Estuve más de medio año en Yemen y la tomé el primer día que salí a hacer fotografías. Estábamos en medio de un bombardeo y la hice en una mezquita que se usaba como hospital de campaña y donde la gente se refugiaba. Fue un momento de mucha actividad, la gente corría de un lado para otro y allí, en medio del caos y el nerviosismo, Fátima abrazaba con serenidad a su hijo herido, Said.

¿Consideras que es tu mejor fotografía?

Los premios son una lotería. A pesar del inmenso cariño que le tengo, es una foto que cuando se publicó, a diferencia de otras, no tuvo ninguna repercusión ni impacto. De hecho, no fue ni portada en The New York Times y pasó bastante desapercibida también en redes sociales.

Sin embargo, el jurado vio algo en ella.

Siendo sincero, hacía dos años que el World Press Photo daba premios a fotografías muy alternativas y conceptuales, lo que trajo mucha polémica. Creo que ese año querían una foto clásica e icónica que representara la Primavera Árabe y que le gustase a todo el mundo. Pero bueno, lo que hace que una fotografía sea buena es que transmita, que te haga sentir cosas cuando la miras sin necesidad de textos explicativos, y creo que esto lo cumple.

¿Qué supuso para tu carrera ganar el WPP?

El premio cambió mi forma de trabajar y permitió que pasase de sobrevivir de la fotografía a poder vivir de ella. El WPP me abrió puertas a un sinfín de opciones nuevas. Por ejemplo, yo nunca había expuesto en un museo o había vendido mi obra a coleccionistas. Aunque el año siguiente hubo un nuevo ganador y nadie se acordaba de mí, lo mejor son las oportunidades que me ofreció. Aún hoy estoy tirando de contactos que hice a raíz del premio.

Una de las temáticas que tiene más peso entre tus trabajos es la de la inmigración y el drama de los refugiados. De hecho, has seguido la ruta de los refugiados des de Jordania hasta Serbia. El año pasado te concedieron el premio Ortega y Gasset con una imagen en la que se ve una mujer siriana que coge a su hijo después de caer de la barca en la costa de Lesbos. ¿A parte de fotografías impactantes, qué has sacado de la experiencia de acompañar a los refugiados?

La sensación de frustración y odio. Cuando viajo a países africanos en conflicto sé lo que me voy a encontrar y llega un punto en el que, al coger el avión y volver a casa, consigo percibir lo vivido como algo “normal” en un país en guerra. Sin embargo, ver el contraste de personas ahogándose ante turistas en las islas griegas es muy impactante. Creo que el tema de los refugiados sería muy fácil de resolver, por este motivo la frustración aún es más grande. Sólo con que se abriesen las fronteras temporalmente… Europa lo está haciendo horrible, estamos siendo cómplices de un genocidio, sin ningún tipo de duda. Hablamos de miles de muertos cada año.

Y mientras trabajas, ¿mantienes conversaciones con los refugiados?

Sí, hablo con muchos. Esta es otra de las grandes diferencias con los conflictos de África. En el Congo, por ejemplo, es mucho más complicado conectar del todo con la gente ya que viven en una realidad totalmente distinta a la nuestra. Los sirios son exactamente como nosotros y me siento muy identificado con ellos. Estando a su lado, les veía con el iPhone, escuchando la misma música que nosotros y hasta me preguntaban el resultado del último partido del Barça. La mayoría te explican que les gustaría llegar a Alemania y que el viaje les ha costado entre 10.000 y 15.000 euros por persona. La gente no es consciente de que los pobres se quedan en Síria. Los que vienen hacia aquí son personas con recursos económicos.

Una de tus imágenes más chocantes es la de una familia de refugiados llegando a una plaza de Lesbos, aún mojados, ante la impasibilidad de los turistas. ¿Es esta fotografía el reflejo de la realidad y del recibimiento que están teniendo los refugiados?

De hecho, para mi esta foto explica mucho más que la imagen de la mujer cayendo al agua. Recuerdo muy bien ese día. Volcó la barca justo detrás del edificio que se ve en la foto y los chicos aparecieron en la plaza, mojados, muertos de frío y enfermos. Los de los restaurantes no les dieron ni agua, y, a los que llevaban dinero para pagar, no se les aceptó ni se les dejó sentar en las sillas. Tengo que decir que no todo el mundo mostró esta impasibilidad, también había gente que ayudaba y se implicaba, pero hablamos de mitad y mitad. Me encontré con mucha indiferencia y con pescadores que, cuando llegaban las barcas, las asaltaban para robar el motor y los objetos que quedaban a bordo.

Son muchos los que ven a los refugiados como enemigos.

Muchos. Los nuevos fascistas han ganado. Nos han inculcado miedo, incluso a la gente de izquierdas. Muchos tienen el chip de “sí, acogemos, pero con cuidado”. Su discurso del miedo ha sido muy sutil pero ha provocado que cada vez haya menos activistas manifestándose contra la guerra, incluso entre la gente joven. El ejemplo más claro lo encontramos en la noticia que ocupó tantísimas portadas, hace un par de años, sobre la violación de mujeres en Alemania por parte de refugiados la noche de fin de año. Todo era mentira. De los detenidos ninguno era refugiado, dos tenían antecedentes árabes o turcos, pero no eran refugiados. Sin embargo, los medios corrieron a publicarlo sin hacer un seguimiento para destapar que era falso, nadie contrastó la información.

Durante el concierto para los refugiados en el Palau Sant Jordi, Jordi Évole atacó duramente a las autoridades catalanas por su “incompetencia respecto a los refugiados” al escudarse en la falta de competencias. ¿Qué opinas sobre estas declaraciones?

Creo que Évole se pilló los dedos a nivel legal. Una vez, en Indomeni, nos encontramos unas familias con muchos niños enfermos y llamamos directamente al teléfono personal de Ada Colau para explicárselo. Ella dijo que acogería las familias, que tenía un piso preparado y que los hospitales se harían cargo de los pequeños. A la hora de la verdad, y a pesar de los intentos desde Barcelona, no se les dio el visado y no pudieron coger el avión. Lo mismo pasó hace poco con una niña que necesitaba una operación facial urgente. El hospital Sant Joan de Déu se hacía cargo de la intervención y la Generalitat había preparado un piso para la familia. García-Margallo (el entonces ministro de exteriores), sin embargo, denegó el visado a la niña. Desde el The New York Times hicimos mucho eco de este caso hasta que Margallo se vio obligado a retroceder, pedir perdón y dejar que viniera. Es evidente que se pueden hacer más cosas, pero la Generalitat se ve muy limitada y está actuando muy bien para las pocas competencias que tiene. Además, a nivel social las cosas se están haciendo bien en Catalunya. Me siento muy orgulloso de ser catalán al llegar a Lesbos o Indomeni y ver que el 60% de los voluntarios hablan catalán, o con la manifestación para los refugiados de Barcelona, que no se ha visto así en ningún otro lugar.

Y en tu ciudad, Santa Coloma de Gramenet, la imagen de algunos refugiados adorna las calles gracias a tu último trabajo.

Sí, es una nueva fórmula que estoy probando para salir de lo más típico. Con la colaboración del Ayuntamiento, imprimimos fotografías de refugiados a tamaño humano, las recortamos y las enganchamos por las paredes de la ciudad, como si estuvieran andando. Empecé a hacerlo en Colombia el año pasado y lo he trasladado a Santa Coloma.

A parte de la inmigración, has cubierto el conflicto palestino-israelí, la primavera árabe, has vivido tiroteos, bombardeos… Podemos decir que has puesto tu vida en peligro más de una vez. ¿Vale la pena hacer lo que haces teniendo en cuenta los riesgos que esto conlleva?

La verdad es que pocas veces tienes el sentimiento de que lo que estás haciendo sirve para algo. Pero es lo único que sé hacer y los días en los que tus fotos consiguen repercusión son una inyección de energía para continuar. Pero siendo sincero, hay veces que te planteas dejarlo, y semanas que no eres capaz de tocar ni ver la cámara.

Es inevitable pasar miedo en muchas de las situaciones que afrontas cuando trabajas. ¿Cuáles han sido las más difíciles?

No te lo sabría decir. Evidentemente, sí que he pasado mucho miedo, pero si respondo esta pregunta creo que estaría faltando al respeto a todas aquellas personas que están viviendo las guerras de primera mano. Yo no soy capaz de decir que he pasado miedo en una guerra habiendo estado en un hotel mientras fuera mataban a todo el mundo.

Una de tus fotografías más conocidas la situamos en Sierra Leona, en un hospital donde se dejaba morir a enfermos de ébola por falta de recursos. Fue portada en The New York Times y tuvo mucha repercusión.

La tomé en un hospital en Makeni, al norte de Freetown. Siempre que puedo estoy en contacto con Médicos Sin Fronteras, que son los más honestos y sensatos. Ellos nos informaron de que en ese hospital no había medicinas. Todos los edificios donde había enfermos habían sido cerrados con llave, tenían a los enfermos tirados por el suelo, muchos cadáveres de niños. Lo único que hacían era, desde la ventana, rociarles con mangueras de agua fría para bajarles la fiebre. En la fotografía, la niña del suelo es Mariattu Kanu, de 4 años. En The New York Times hicimos un reportaje basado en su historia personal. También criticamos que en el puerto de Sierra Leona llegaba la ayuda y el material médico, pero se quedaba allí ya que la gente de Naciones Unidas lo revendía a otros países, haciendo negocio. Vimos como los de Unicef no salían del hotel de cinco estrellas en el que estaban alojados y donde tenían contratada barra libre, conciertos privados por la noche y prostitutas menores de edad. Después de publicar el artículo, la embajada americana tomó el control de la situación y, con sus vehículos privados, cargó todos los medicamentos y los llevó al hospital. En 48 horas, estaba solucionado el problema.

Podríamos decir, pues, que tus fotografías han salvado vidas.

Yo creo que no importa si las fotos eran mías o de otro. Lo conseguimos por el poder de The New York Times. Si las hubiera publicado en otro periódico no habrían tenido la respuesta que conseguimos.

Has recibido varios premios por tus fotografías pero ¿ha sido ésta la mayor recompensa y satisfacción hacia tu trabajo?

Posiblemente. Lo recuerdo como un día muy y muy feliz. Nos llamaron las enfermeras, llorando de alegría y dándonos las gracias. Además, después pasaron cosas positivas. Recibimos, por ejemplo, un mail de la directora de una empresa que tenía intención de donar 5 millones de euros a Unicef y, gracias a nuestro reportaje, lo donó todo a Médicos Sin Fronteras. Para mí eso fue una victoria muy grande. Por otro lado, también tuvimos complicaciones. Los de Unicef eran los encargados de aconsejar al gobierno sobre cómo tratar el ébola y, después de ver el artículo, dieron órdenes para que no nos dejaran trabajar. Al día siguiente salimos a tomar fotos y la policía nos quitó todas las cámaras y nos detuvo.

Has visto morir a mucha gente, tanto enfermos como en guerras. ¿Cómo gestionas todo lo que te llevas de tus viajes?

Como lo haría cualquier persona a quien se le muera un amigo o familiar aquí en Europa. Hay días que si hay que llorar, se llora. A veces cuesta asimilarlo, de hecho, después del caso del ébola tuve un par de episodios en los que me vi obligado a parar durante más tiempo.

De todos los sitios a los que has estado, que no son pocos ¿cuál te ha impactado más positivamente?

El Yemen, sin ninguna duda. Es el país por excelencia y el lugar donde me gustaría vivir si fuera posible. La gente es espectacular, todo el mundo te abre las puertas de su casa, son muy hospitalarios y generosos. A pesar de la pobreza, siempre están dispuestos a compartir. A nivel cultural, la gastronomía, la música y la arquitectura son increíbles.

En 2012 el The New York Times publicó unas fotos de tu trabajo titulado “En España: austeridad y hambre”, en las que retratabas las consecuencias de la crisis económica y social del estado a través de familias desahuciadas, comedores sociales y personas rebuscando entre la basura. Éstas desataron mucha polémica por la aspiración de reputación internacional del gobierno español.

Me cayeron muchas críticas, sobretodo de los medios de comunicación españoles. Antena 3 organizó una campaña para mandar fotografías a The New York Times demostrando como es la España “real”. La oficina del periódico estaba llena de fotos de paellas. Al mismo tiempo, también me llegaron muchos mensajes de gratitud de españoles por haber metido caña. Por su parte, el ministro Margallo aseguró que eran fotografías tomadas en Grecia y no en España.

¿Es cierto que el rey Juan Carlos se reunió con la dirección del periódico para que se suavizara la visión que se estaba dando de España?

Sí. Pero la respuesta del The New York Times ante estas presiones fue encargar un reportaje de investigación sobre la riqueza de la familia real española.

En España cada vez vemos más periodistas que hacen ellos mismos las fotos para sus artículos. ¿Se da la misma importancia a la fotografía aquí que en Estados Unidos?

No. La fotografía se tiene que separar entre España y el resto del mundo. La calidad no es solo de los medios anglosajones sino que te vas a Francia y el trato que le dan a la fotografía es mil veces mejor que en España. He publicado en muchos diarios internacionales, en Estados Unidos, Italia, Francia, Holanda… y el único que me ha recortado una foto sin mi permiso ha sido español. Además, hace cosa de un mes, un periódico consideró que no tenía que pagarme por mi trabajo ya que habían publicado muchas de mis imágenes en portada y con mi nombre, por lo tanto, me estaban dando visibilidad. En España los periódicos van al revés del mundo, cuando todos apuestan cada vez más por la cualidad y la importancia de la fotografía, aquí se recorta en eso. El claro ejemplo es La Vanguardia, que acaba de anunciar que eliminarán los jefes de fotografía. ¿Cómo puedes tener un diario sin jefe de fotografía?

Hablando de La Vanguardia, ¿es cierto que rechazó tu trabajo dos semanas antes de ganar el World Press Photo?

Sí. Yo trabajaba para The New York Times y también para el Magazine de La Vanguardia. En la reunión final de edición del Magazine, dos o tres semanas antes de publicarse, yo pedí que se abriese el reportaje con esa foto, ya que la consideraba una fotografía que contaba muy bien lo que estaba pasando. Su respuesta fue que aquella fotografía no tenía nada de especial. El World Press Photo me lo dieron un jueves. El sábado de la misma semana, se publicaba el reportaje del Magazine, pero sin la foto ganadora, claro. Ganar el World Press Photo me costó mi trabajo en La Vanguardia. Llevaba trabajando allí seis años y, después de este episodio, nunca más me pidieron ningún encargo. La persona que decidió que mi fotografía no era lo suficientemente buena entendió que no había quedado en buena posición y no me quiso ver más. Los diarios españoles no valoran la fotografía como se merece, la ven como un simple complemento del texto.

Raquel Vilella

Redactora en Revista Rambla | Otros artículos del autor

Periodista y profesora.

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