Al contrario de lo que afirmaban sus defensores, la guerra por poderes de la OTAN contra Rusia en Ucrania no salió como estaba previsto. La intención de Washington, largamente preparada, era desgastar y aislar a Moscú, desencadenando un conflicto –sobre cuyo resultado militar final el Pentágono apenas podía hacerse ilusiones– que permitiera a las fuerzas armadas rusas participar en una guerra de desgaste, que a su vez debería haber proporcionado el pretexto para el estrangulamiento económico y el aislamiento internacional. Nada de esto ocurrió. El resultado fue una situación estratégica cuando menos embarazosa, ya que Washington se encontró ante la perspectiva concreta de una derrota en suelo ucraniano –derrota militar y política– que habría comprometido seriamente la capacidad de disuasión de los ejércitos occidentales, alentando a aquellos países que pretenden escapar de la asfixiante esfera de dominación de las barras y estrellas.

Mientras Estados Unidos se encontraba ante la amenaza de una debacle en el frente de Europa Oriental, la repentina apertura de un segundo frente en Oriente Medio complicó aún más las cosas. De hecho, la repentina escalada del conflicto palestino-israelí ha creado nuevos problemas para las estrategias de control global de EEUU. En primer lugar, arruinó la intensa y larga labor diplomática para estabilizar las relaciones entre Israel y los países árabes, haciendo fracasar la ratificación saudí de los Acuerdos de Abraham. Un revés que, además, llega tras los éxitos de la acción rusa y china en esta zona estratégica; la intervención de la primera (y de Irán) hizo saltar por los aires el proyecto de subvertir Siria utilizando al ISIS, mientras que la segunda trajo la paz entre Ryad y Teherán (con la consecuencia del fin de las hostilidades en Yemen, y el regreso de Damasco a la Liga Árabe).

Además, y no secundariamente, obligó a Estados Unidos a precipitarse en ayuda de su aliado estratégico Israel, apoyando su esfuerzo bélico, en un momento en que el apoyo a Kiev ya había consumido la capacidad de los arsenales occidentales. Además, el actual gobierno extremista de Tel Aviv se muestra muy reacio a seguir los deseos de Washington y sigue avergonzando a Estados Unidos con sus indefendibles tácticas genocidas.

En este contexto, por tanto, era necesario desarrollar una nueva línea de conducta que les permitiera salir indemnes de las turbulencias inesperadas y de los errores estratégicos cometidos. Además, teniendo en cuenta el escenario Indo-Pacífico, donde Washington cree que debe operar para contener lo que considera la mayor amenaza para su hegemonía global, es decir, China.

La cuestión central es, como repiten obsesivamente los dirigentes occidentales, impedir la victoria de Rusia. Pero dado que, como todo el mundo sabe bien y como estos dos años de guerra en Ucrania han demostrado claramente, derrotar a Rusia es imposible, sólo queda una solución disponible: prolongar el conflicto todo lo posible. Sin embargo, las fuerzas armadas ucranianas están agotadas, todo el aparato del Estado –sacudido por la guerra y consumido por la corrupción– está al límite; todo el mecanismo de guerra por delegación establecido por la OTAN corre el riesgo de derrumbarse en cualquier momento. Por lo tanto, se hace necesario darse prisa y equiparse (material y psicológicamente) para que el proxy ucraniano pueda ser sustituido por otro, capaz de ocupar su lugar y mantener ocupado a Moscú durante los próximos años.

Y si hasta no hace mucho ese sustituto podía imaginarse que sería Polonia, tal vez con el apoyo de los países bálticos, ahora está demasiado claro que en su lugar estará formado por todos los ejércitos europeos. Somos los nuevos proxies.

En el contexto de las respuestas que Estados Unidos intenta dar a la crisis mundial, que él mismo ha militarizado, se trata de una estrategia conveniente. De hecho, por un lado les permite reducir el apoyo económico y militar a Kiev (manteniendo un estricto control sobre las operaciones y la inteligencia) y se distancian de una posible derrota y por otro profundizar la brecha entre Rusia y Europa, haciéndola irreparable para las próximas décadas.

Uno de los aspectos poco tenidos en cuenta de la nueva estrategia imperial estadounidense, especialmente en el viejo continente, es el cambio de paradigma en la relación histórica entre las dos orillas del Atlántico. Si hasta ahora ésta se ha caracterizado por ser colonial, sí, pero sobre todo cooperativa, aunque de forma accesoria, con el cambio del marco geoestratégico global el papel de Europa se ha visto rápidamente degradado al de una marca fronteriza, encargada de la tarea de mantener a los bárbaros alejados del corazón del imperio.

A este respecto, merece examinarse lo que podríamos llamar el factor Trump. En la narrativa centrada en la OTAN, el magnate es representado como alguien que pretende abandonar a los aliados europeos, incluso disolver la OTAN. Obviamente, esta narrativa es en gran medida el resultado de la actual administración estadounidense, que tiene todo el interés (electoral pero no sólo) en retratar negativamente al oponente de Biden.

Teniendo en cuenta que, en cualquier caso, el presidente de Estados Unidos no es un soberano absoluto y que debe tratar no sólo con el Congreso sino también con una serie de poderes diversamente distribuidos, dentro del aparato federal y fuera de él, hay que considerar que aunque ser sustancialmente heterogéneo al aparato del GOP da a Trump una cierta autonomía, por otra parte lo hace en parte más débil de lo que parece. En cualquier caso, sin embargo, él representa una corriente interna del dominus global, y de un modo u otro responde a esos intereses superiores.

En términos de metaestrategia geopolítica, los intereses estadounidenses son unívocos y sólo cambian las formas en que se expresan. En este sentido, no hay diferencia sustancial entre el plan del bloque neocon-demócrata, que pretende claramente externalizar la contención y el desgaste de Rusia a los proxies europeos y el que se refiere a Trump, que más brutalmente quiere volcarlo sobre nosotros. En ambos casos, esto responde a la necesidad estratégica de EEUU de ahorrar recursos (económicos, militares y humanos) para afrontar retos considerados más importantes. Retos para los que, como se ha subrayado reiteradamente aquí, EEUU requiere una profunda revisión organizativa, estratégica y doctrinal de sus fuerzas armadas. Algo que –como explica la Secretaria del Ejército, Christine Wormuth– significa esencialmente que «nos estamos alejando de la lucha antiterrorista y la contrainsurgencia. Queremos estar preparados para operaciones de combate a gran escala». Y esto requiere tiempo e inversión.

Los problemas cruciales que Estados Unidos debe afrontar, en esta perspectiva, son: el fortalecimiento del aparato industrial, haciéndolo capaz de afrontar el estrés de un conflicto con alto consumo de recursos; la modernización de las fuerzas armadas, especialmente la marina y la fuerza aérea, y el poder nuclear estratégico; el reclutamiento de personal en cantidad y calidad suficientes para la comparación que se vislumbra en el horizonte (China).

A nivel industrial, la situación estadounidense (y europea) es cualquier cosa menos halagüeña. En primer lugar, la industria militar estadounidense (toda privada) se centra actualmente en la producción de sistemas de armas tecnológicamente avanzados y de alto valor añadido que garantizan elevados beneficios a un ritmo de producción relativamente bajo. Mientras que el nuevo modelo de conflicto que se avecina requiere una producción masiva, menos costosa y más rápida y sobre todo sistemas de armas menos sofisticados pero más robustos. La experiencia de la guerra de Ucrania ha demostrado cómo muchos sistemas occidentales causan una gran impresión en las páginas brillantes de las revistas comerciales o en los desfiles de moda, pero suelen tener una vida corta en el campo de batalla.

Además, mientras que el sistema industrial occidental sufre estos problemas (que requieren una reconversión ni fácil ni rápida), al ruso-chino le va bien. Como escribe Ben Aris en Intellinews[1], «China es ahora ‘la única superpotencia manufacturera del mundo’ y la capacidad de producción de Rusia es mayor que la de Alemania, según recientes estudios sobre los cambios en la composición manufacturera mundial. (…) tras analizar su poder manufacturero, la imagen que emerge es que China es el productor más potente del mundo y Rusia el más productivo de Europa. Ganar una guerra no es cuestión de cuánto dinero tienes; es cuestión de cuántas bombas y aviones puedes fabricar y con qué rapidez».

Librar una guerra en el teatro de operaciones europeo (como hemos visto) significa producir drones, tanques, vehículos blindados y munición en cantidades gigantescas. Una posible guerra en torno a Taiwán significa una gran flota de barcos potentes y modernos, constantemente tripulados. Y hoy China ya tiene más barcos que la US Navy (aunque esta última sigue predominando en términos de tonelaje), casi todos ellos más modernos que los estadounidenses. Y la industria naval china produce buques de guerra a un ritmo 3/4 veces superior al de EEUU.

Por último, las fuerzas armadas estadounidenses tienen grandes problemas de reclutamiento, no sólo por el descenso de la motivación, sino porque el nivel psicofísico de los jóvenes estadounidenses está bajando considerablemente y ni siquiera la consiguiente rebaja de las exigencias ha sido suficiente. Recientemente, el ejército norteamericano ha iniciado un programa de redistribución funcional de su personal, en la lógica ya mencionada de pasar de un modelo orientado a conflictos asimétricos a otro para conflictos simétricos. Pero, como está demostrando la experiencia de la guerra de Ucrania, aunque la cantidad y calidad de los sistemas de armas son importantes, en cualquier caso las tropas son fundamentales. De ahí la necesidad de desplegar fuerzas subsidiarias, reclutando para ello a los ejércitos coloniales.

En una fase económica no especialmente floreciente y expansiva, y con perspectivas cada vez más complicadas, Estados Unidos también corre el riesgo de encontrarse en una situación similar a la de la URSS en vísperas del colapso: un gasto militar gigantesco[2], que de alguna manera debe reducirse, racionalizarse, repartirse entre múltiples economías (véase la presión sobre los europeos para que destinen el 2% del PIB a la OTAN). Lo que, entre otras cosas, significa un replanteamiento de la exorbitante red de bases militares en el exterior, que en una fase de riqueza económica y supremacía tecnológica era funcional al control global del territorio, pero hoy además de ser una pesada carga financiera se ha transformado sobre todo en una extensa serie de objetivos posibles.

La capacidad de mantener una presencia militar global era un elemento fundamental de la hegemonía estadounidense, pero ahora que la capacidad de proyectar poder está disminuyendo, Estados Unidos se verá obligado a renunciar a su influencia sobre diversas potencias regionales y a centrarse más en los problemas internos.

Todo esto conduce estratégicamente de nuevo a una cuestión militarmente esencial. Desde la Segunda Guerra Mundial, el supuesto fundamental ha sido mantener la capacidad de dirigir y ganar dos guerras simultáneas en diferentes teatros. El llamado «constructo de las dos guerras» se mantuvo, sustancialmente sin cambios, durante unos sesenta años. Pero ya en 2018, con la publicación de la Estrategia de Defensa Nacional (NDS) cuatrienal, el Pentágono adoptó el concepto de «una guerra» o «una guerra y media»; entrando en una perspectiva de choque simétrico con potencias emergentes como Rusia y China, la idea de dos guerras se hizo insostenible. Pero, una vez más, el conflicto ucraniano (y en menor medida el palestino) han demostrado que, en ausencia de una supremacía tecnológica abrumadora –que Occidente ya no tiene–, una guerra entre iguales resulta terriblemente sangrienta y derrochadora y requiere una movilización considerable de recursos humanos.

Además, la política agresiva de la administración estadounidense en las últimas décadas no sólo no ha logrado dividir a los dos principales adversarios mundiales –Rusia y China–, sino que incluso les ha empujado a estrechar lazos y a formar esencialmente un bloque con otras dos potencias menores como Irán y Corea del Norte. En consecuencia, es necesario volver a la capacidad de sostener simultáneamente (al menos) dos conflictos de alta intensidad en distintos teatros, siguiendo el modelo de la Segunda Guerra Mundial. Con una diferencia fundamental: las potencias del Eje (Alemania, Italia y Japón) tenían una capacidad industrial limitada o escasa, y carecían esencialmente de fuentes de energía propias, mientras que Rusia y China tienen capacidades de producción gigantescas y son muy ricas en energía y materiales en primer lugar. Por no mencionar el hecho de que la victoria en la guerra del 39/’45 también fue posible gracias a la enorme contribución, sobre todo en términos de tropa, de la Unión Soviética…

La estrategia global a largo plazo, por tanto, debe hacer frente a una serie de condiciones objetivas y subjetivas, que no dejan mucho margen de elección. Recientemente, Raphael Cohen[3], politólogo de la RAND Corporation (un centro de investigación muy influyente en el mundo militar estadounidense), propuso una tercera vía: librar una guerra directamente y otra por delegación. Él lo llama el «modelo Ucrania». Y está bastante claro que, una vez más, las condiciones objetivas determinan las orientaciones. Los miembros europeos de la OTAN se consideran suficientemente capaces al menos de contener a Rusia, enfrentándola en un conflicto prolongado en el teatro de operaciones europeo, mientras que los aliados de la ASEAN no serían en absoluto capaces de competir solos con China, a la que por tanto tendrá que enfrentarse directamente Estados Unidos.

Esta división del trabajo no es simplemente un proyecto, sino que lleva en marcha activamente más de un año y ahora se está acelerando. Esto se hace evidente no sólo por las declaraciones cada vez más belicosas de los líderes europeos (que, como buenos vasallos, se alinearon rápidamente con los designios estadounidenses), sino por una serie de acciones concretas y operativas, que van desde la incorporación a la OTAN de países históricamente neutrales como Suecia y Finlandia hasta el llamado Schengen militar, desde las inversiones en la adaptación de las redes de comunicación por carretera y hierro a las necesidades militares (especialmente en los países del Este, que tienen un ancho de vía diferente, como España y Portugal) hasta la adopción explícita de un modelo industrial de «economía de guerra».

Sin embargo, para avanzar eficazmente hacia esta perspectiva, todavía son necesarios algunos pasos, no todos fáciles. En primer lugar, debe lograrse una centralización del mando político, es decir, una transferencia creciente de competencias y autoridad a organismos supranacionales, especialmente a la Comisión Europea. La integración/subordinación de los ejércitos nacionales individuales a la OTAN ya existe de hecho, como demuestra la historia de los altos oficiales alemanes que planificaron intervenciones en la guerra de Ucrania, incluso en explícita disonancia con los gobiernos de turno. Es evidente la necesidad de rearmar-reorganizar los ejércitos europeos, que en las condiciones actuales no durarían ni un mes en un posible conflicto con Rusia. Hoy en día, el ejército occidental más fuerte de Europa es el ucraniano, en número y en experiencia de combate, y esto lo dice todo. Al igual que es necesario reforzar la industria bélica. Pero, sobre todo, dada la evidente reticencia de las poblaciones europeas a implicarse directamente en un conflicto, es necesario poner en marcha herramientas de control eficaces para evitar levantamientos pacifistas.

La cuestión crucial, evidentemente, no es tanto la de los efectivos, dado que en la actualidad las distintas fuerzas conjuntas de los países europeos disponen de personal suficiente para desplegarse en un eventual frente oriental (aunque se extienda a lo largo de miles de kilómetros, desde el Ártico hasta el Mar Negro), como el hecho de que los países europeos –todos ellos, no sólo los situados en primera línea– se convertirían en objeto de ataques con misiles, sobre bases militares, asentamientos industriales, infraestructuras de comunicaciones estratégicas, etcétera.

El modelo ucraniano, en resumen, significa que las ciudades en disputa a lo largo de la línea de contacto se convertirán en muchos Bajmuts y Avdeevkas, y detrás de esa línea –con una profundidad cada vez mayor– habrá una destrucción significativa y generalizada. El peligro real, de hecho, no es tanto el agitado coco nuclear (al que sería muy difícil recurrir en caso de conflicto en el teatro europeo), sino la devastación sistemática y prolongada, mucho más concreta, de una guerra de desgaste.

Esta perspectiva es muy concreta, y en la actualidad hay factores que por un lado aceleran su calendario (como la cada vez menor capacidad de resistencia de los ucranianos) o que lo ralentizan (como el conflicto en Oriente Medio), pero sigue teniendo un horizonte corto, quizás incluso de unos pocos años. Y es fundamental comprender que esta perspectiva es parte integrante de un plan estratégico desesperado, que EEUU considera absolutamente vital para mantener su papel de hegemonía mundial, y por el que está dispuesto a sacrificar a sus vasallos; «cueste lo que cueste» (y la cita no es casual).

Se trata de una gran carrera contrarreloj, en la que Washington debe tratar de derrotar a sus adversarios antes de que se vuelvan demasiado fuertes para ser derrotados, lo que al mismo tiempo ahora es incapaz de hacer. Del mismo modo, como para nosotros los europeos no hay otra esperanza que una movilización popular masiva antes de que estalle la guerra, se trata de adquirir la conciencia necesaria de lo que está en juego, más rápidamente de lo que avanza la preparación de la guerra misma. Es necesario que se alcance una masa crítica en un par de años como máximo, de lo contrario corremos el grave riesgo de vernos desbordados, una vez más, por los acontecimientos.

Notas
[1] «China y Rusia, las superpotencias de producción industrial que podrían ganar una guerra», Ben Aris, Intellinews (https://www.intellinews.com/long-read-china-and-russia-the-industrial-production-superpowers-that-could-win-a-war-314926/?source=russia).
[2] El presupuesto de defensa de EE.UU. para el año fiscal 2024 asciende a 842.000 millones de dólares, es decir, alrededor del 3,1% del producto interior bruto.
[3] Citado en «EE.UU. se enfrenta a 4 amenazas pero sólo está equipado para una guerra, dicen los expertos», Asia Nikkei (https://asia.nikkei.com/Politics/Defense/U.S.-faces-4-threats-but-only-equipped-for-1-war-experts-say).


*Fuente: https://enricotomaselli.substack.com/p/we-are-the-new-proxies

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