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La prensa, el gremio de deshollinadores y la Federación de Peñas Quinielísticas de Oceanía (en caso de que exista), por no hablar de otros colectivos entre los que fácilmente podríamos incluir a las principales instancias políticas de cualquier Estado, cuentan entre sus filas con sinvergüenzas, imbéciles y paniaguados que desprestigian al grupo profesional o social al que pertenecen.

Por si lo anterior no fuera poco, la naturaleza humana, propensa de por a la exageración y el narcisismo, suele brindar en plato caliente, no bien tiene medio metro de palestra para proyectarse sobre la voz de los demás, la dudosa satisfacción del comentario destructivo y cruel, que a menudo responde al prurito de venganza contra las propias fobias, miedos o resentimientos; una vía de escape, en suma, para la masa crítica de la propia estupidez.

Sin embargo, dos verdades de Perogrullo como las anteriores, universalmente compartidas en el plano de la teoría, a menudo son confundidas por los miopes mentales con cualquier invectiva lanzada contra sus prejuicios. Este error de base, arraigado en el fanatismo, ha hecho pensar a muchas personas crédulas que las notas e imágenes satíricas de Charlie Hebdo son el paradigma de una obstinada desvergüenza en la manifestación de fobias antirreligiosas.

Ocurre así porque las creencias, o ciertas concepciones de ellas, en tanto que inconmensurables, pretendidamente reveladas y superiores a lo humano, no pueden someterse a las críticas ni a la sátira de los hijos de Eva, en mismos impuros por su condición carnal. Tampoco tienen esos crédulos aguerridos ninguna evidencia empírica de su convicción, pero ya se sabe que el corazón posee razones que –por desgracia– la razón no comprende, al igual que la insania.

Armados de su justa ira y de fusiles de asalto AK-47 (a la vista de las imágenes difundidas, parece ser el arma del crimen), tres paladines de la verdad (con minúscula) asaltaron a tiros la sede del semanario parisino Charlie Hebdo, asesinando a trece personas. ¡Bravo, machotes! Con un arma de esa eficacia y contra gente inerme, tamaña gesta la protagoniza hasta un humilde servidor (e incluso empuñando un antiguo Cetme, que tendría más mérito), lo cual dice bien poco acerca de la enjundia de vuestras hazañas bélicas.

Una vez sacudido –solo en parte– el horror de cuanto se ha visto, solo cabe esperar dos consecuencias. La primera, que caiga sobre las cabezas de los criminales el peso de la ley francesa, hoy convertida en proyección de la ira de todas las personas de bien del mundo (entre las cuales, no lo niego, hay acérrimos detractores de Charlie Hebdo). No les deseo la muerte porque estoy contra la pena capital desde siempre; matarles no sería buen ejemplo, sino práctica humillante para una sociedad que se viera en la exigencia de eliminarlos para sentirse segura, a falta de otros valores y fortalezas.

La segunda, que la comprensible indignación de tantos ante los sucesos de hoy no dé lugar a la ira ni cimente más prejuicios. Las emociones desbocadas laminan la capacidad racional del individuo, aun del más propenso a la ecuanimidad, y tras este crimen, protagonizado por personas que se erigen en abanderados de amplios grupos de creyentes, sería común caer en el error de identificar una religión rica en interpretaciones con la brusca conducta de quienes la profesan del modo más cerril. Por difícil que sea, cabe mantenerse en los matices y juzgar a las personas solo por lo que hacen. Hora es de discernir el trigo de la paja; al creyente del intolerante y al contumaz del asesino, y de decirle a este último que ni los fines justifican los medios ni el bien se impondrá jamás a través de la maldad.

Muchos yerran en el uso de la libertad de expresión. Otros muchos aciertan, entre ellos –a mi juicio– quienes se atreven a enfrentar los grandes tabús que han sustentado tantos siglos de dominación social, discriminación sexual, imperialismo… Pero admito que hay lugar para la polémica, aunque nunca para el crimen. Charlie Hebdo está en nuestro corazón. Que los asesinos se queden con su ira, su yerro, su mierda, hasta que les reviente en las tripas de la conciencia.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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