Si bien en «Los viajes de Gulliver» encontramos de nuevo un «yo» que cuenta sus viajes en primera persona, como también los contaba Robinson Crusoe, lo cierto es que la construcción de esa voz narrativa es por completo distinta: Crusoe era incapaz de verse a sí mismo desde fuera; no reflexionaba, solamente actuaba, y justo eso era lo que nos contaba con tanta precisión y detallismo: cuántos viajes pudo hacer hasta el barco encallado; cómo construyó la empalizada defensiva, qué hizo antes de esto y después de aquello, y en todo el relato apenas hay espacio para un comentario crítico. Crusoe no tiene espejo en que mirarse, por eso resulta tan odioso. Porque lo vemos pasearse por la isla a sus anchas, aquejado a veces de un pánico casi paranoide, es cierto, pero en cualquier caso a sus anchas, sin escrúpulo alguno, pues no vacila en matar cuanta criatura viviente se le ponga a tiro ni en explotar una y otra cosa –también hombres– en su propio beneficio. También Gulliver rompe con Inglaterra, y por razones semejantes: quiere aumentar su patrimonio y siente una extraña inquietud aventurera que actúa en cierto modo a expensas de sí mismo, pues también él es al fin y al cabo un hombre moderno, por más que la naturaleza de sus viajes y de su relato sea totalmente distinta. (Notemos que la voz en primera persona es el resultado de la manipulación de un tal Sympson, recurso que permite la doble sátira final). Si Crusoe era el amo indiscutible primero de su plantación y  luego de su isla, Gulliver será siempre el prisionero de unos y otros nativos, nativos que por cierto nunca son hombres en sentido ordinario, sino enanos, magos, gigantes o caballos, seres a los que una y otra vez reconoce como amos suyos. Más interesante quizá es el hecho de que cada estancia de Gulliver en un país perdido –pues esta vez el viaje conduce más allá del mapa conocido– suponga en cada caso un nuevo aprendizaje, no una aplicación de lo ya aprendido (no hay aquí espacio alguno para el despliegue de la racionalidad económica de «Robinson Crusoe»). Lo vemos ya de entrada en el problema mismo de la lengua. Es evidente que a Crusoe no se le pasó jamás por la cabeza aprender la lengua del salvaje –solo desde su punto de vista «salvaje»– que adopta como esclavo –precisamente como esclavo– en una isla que considera suya (Gulliver rechaza categóricamente la posibilidad de que Inglaterra colonice los lugares que ha visitado. Y no meramente por la irrealidad de los mismos), mientras que el narrador de «Los viajes» está siempre dispuesto a aprender nada más llegar el punto de vista del otro, por tanto, su lengua, a conciencia y sin escatimar esfuerzos. Y es aquí donde tocamos el meollo del asunto: a medida que avanza en sus viajes, Gulliver va ganando más y más distancia con respecto a sí mismo, hasta el punto de que en el último de sus viajes apenas ya hay acción, y todo es pura confrontación reflexiva entre él mismo y lo otro.

En el primer viaje se observa el propio país como a través de un telescopio. Ahí están los diminutos habitantes de Liliput, alardeando y contoneándose pretenciosos como si su reino fuese algo importantísimo, cuando un simple manotazo bastaría para exterminar sus cuerpos y destruir la corte; ahí están, organizando sangrientas matanzas por controversias tan profundas como cuál es la manera correcta de cascar huevos, si por la parte larga o por la parte corta, y todo aquí es semejante a esas obras cómicas donde el lugar lejano, disparatado y ridículo no es sino el lugar donde vivimos nosotros, solo que no nos damos cuenta. Esto, señoras y señores, es Inglaterra. Estos, señoras y señores, son los ingleses.

Los viajes de Gulliver Robinson Crusoe

El telescopio de Liliput se cambia en microscopio al llegar a Brobdingnag, país donde los hombres aparecen terriblemente aumentados, resultando sus defectos bochornosos. Si los habitantes de Liliput confesaron después no aguantar el olor que desprendía el cuerpo de Gulliver, Gulliver no soportará los efluvios de las enormes mujeres de la corte, ni la vista de sus senos sobredimensionados, ni los cráteres de su piel, ni el estruendo de su voz. La crítica (¿o deberíamos decir condena?) gana expresión en este momento, pues el juicioso rey de Brobdingnag, después de muchas conversaciones, termina comprendiendo, aunque de momento se trata solamente de Inglaterra, de sus instituciones y su gobierno propios: «Mi pequeño amigo Grildrig, has hecho de tu país el más admirable panegírico. Has demostrado claramente que la ignorancia, la holgazanería y el vicio son los ingredientes necesarios para capacitar al legislador. Que quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades consisten en pervertirlas, confundirlas y eludirlas. Entre vosotros advierto algunos rasgos de una constitución que originariamente pudo haber sido tolerable, pero que están medio borrados, y el resto totalmente desdibujado y emborronados por la corrupción.» En el segundo viaje Inglaterra es Liliput, y el que ve desde muy lejos (el rey gigante) enuncia sus verdades sin tapujos. En cualquier caso, Gulliver aprende aquí no ya la pequeñez y la vanidad de lo semejante, sino su propia pequeñez y su propia vanidad, pues lo propio es visto desde ojos ajenos, lo cual no es solamente la manera de que lo propio se esclarezca, sino quizá también de que se vuelva soportable.

En el tercer viaje tanto la topografía del país como los rasgos de sus habitantes son el producto constructivo del punto de vista distante. Ya no se trata de jugar con las perspectivas, sino de hacer caricatura. ¿De qué? Nada más y nada menos que de «la ciencia y la filosofía». Estamos quizá ante la más cómica de las aventuras de Gulliver. Mencionemos primero la topografía: los sabios (músicos, matemáticos y astrónomos) habitan como es obvio no en la tierra sino en el aire: Laputa es una isla suspendida más allá del suelo, desconectada de la realidad, muy desconectada, demasiado desconectada, pues tan enfrascados están aquí los hombres en sus pensamientos sobre lunas y estrellas que lo que tienen alrededor les pasa totalmente desapercibido, por eso las casas están todas tan mal hechas y el aspecto de hombres deja mucho que desear (los proyectistas de Lagano se parecen a los miembros del Frontisterio de «Las nubes»: pálidos, escuálidos y mal vestidos). Más triste aún es que los sabios de Laputa no sepan hacer cosa alguna sin la ayuda de un «sacudidor», es decir, un asistente que les golpea a cada paso los oídos y les sacude los ojos para que perciban las demandas de la realidad presente y no la música de las esferas. En ninguna otra parte lo tienen más fácil las mujeres para engañar a sus maridos, y en ninguna otra parte se pierde más tiempo de vida por las cuestiones más remotas (¿colisionará un cometa con la tierra, aniquilándonos a todos?, ¿se agotará el sol por falta de alimento?). Los laputanos adolecen de ese mal de la excesiva distancia que amenaza desde la ciencia y la filosofía mismas, incapacitando a los sabios para la acción, es más, pervirtiendo y malgastando inútilmente los talentos y facultades humanas, pues no solo es pretencioso, sino estúpido intentar que los ciegos entiendan de colores y los pepinos produzcan luz solar. Pero Gulliver aprende en este tercer viaje otras cosas importantes, corrigiendo así algunas de las vanas aspiraciones humanas (en Luggnagg el deseo de inmortalidad), y bajando en cierto modo a los infiernos en el país de los magos Glubbdubdrib.

En el último viaje los hombres son yahoos porque los caballos son el punto de vista que se asume como obvio. Los yahoos, es decir, los hombres despojados de disfraces, son pura y simplemente el mal, la ambición, la vanidad, la falta de escrúpulo, la abominación moral, la depravación y la mentira. El mal, eso que desde el punto de vista de un houyhnhnm resulta inconcebible por incompatible con la racionalidad (para ellos saber lo correcto es también hacer lo correcto), condena a los yahoos a la vida que tienen, esa vida miserable que ha sido examinada en los viajes anteriores. No permanecerá el narrador en el país de los houyhnhnms, pero la larga estancia entre ellos, la inmersión en su lengua y sus modales, la adquisición del punto de vista radicalmente otro que representan estas criaturas íntegras y veraces, así como el viaje mismo y todas las aventuras, hacen que Gulliver sea capaz de verse a sí mismo desde fuera, reconociéndose en el espejo como el yahoo que muy es a su pesar, condenado a vivir entre otros yahoos (lo cual no deja de ser cómico), aprendiendo a amar su propia miseria, pudiendo intentar, por eso mismo y como mucho, corregirse y enmendarse a sí mismo, que no a la humanidad, tarea que se descarta por su futilidad y su hipocresía.

«Los viajes de Gulliver» tiene mucho del viejo cuento de las edades, cuya degeneración progresiva explica los rasgos del tiempo presente. Lo que hace de él un genuino cuento moderno es que en el estudio de las causas de la corrupción presente lo que se descubre no es simplemente la caída desde un momento en que la pasión era esclava de la razón, sino más bien la limitación de la razón misma, pues si el paraíso racional de los caballos también era un paraíso moral, en la Europa a la que el protagonista es expulsado la razón está presente, casi omnipresente, pero es enteramente incapaz de erradicar la malicia y corregir el vicio (las guerras y los asesinatos son cosas perfectamente racionales), lo cual, desde el punto de vista de un houyhnhnm, resulta mucho peor que la brutalidad pura y dura de los yahoos de su país, pues ésta al fin y al cabo es inocente, mientras que los yahoos de Inglaterra son responsables de sus abominaciones. Lo que escandaliza al houyhnhnm no es la maldad irracional de sus yahoos, sino la razón puesta al servicio de la maldad, fenómeno del que Gulliver le da sobrada cuenta.

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