Tachán, tachán. El telón rojo del teatro Tivoli de Barcelona se abrió puntualmente para ofrecer el show de la gira ‘Magia potagia…y más!’, que a priori se intuye como la verdadera despedida de Juan Tamariz de los escenarios (en 2015 el espectáculo también se vendía como “las últimas funciones”). La culminación a una prolífica etapa en los platós televisivos donde se forjó carisma y credibilidad en los 80.
A punto de cumplir 74 años y una trayectoria singular –se quedó a un curso de licenciarse en Ciencias Físicas y dirigió dos cortos cinematográficos-, su magia es estudiada en facultades de Bellas Artes de los Estados Unidos. Así pues, como ya no tiene que demostrar nada, lo sigue compartiendo.
Durante dos horas y media (“la primera parte, la segunda y el descanso”, porque como él admite le gusta ser ordenado) repartió risas y hechicería, truco y trato. Magia humorística o humor mágico, la realidad fascinante de su ilusionismo real. El veterano trovador madrileño, un cruce entre el druida y el bardo de ‘Astérix y Obélix’ y el duende de los comodines, cautivó con cuerdas, naipes, cenizas y dedos (más una mini-cámara sobre la mesa de operaciones), sin varitas, palomas, espadas, polvos mágicos o ases en las mangas.
Después de la era Copperfield y su efectismo hollywoodiense, -recientemente reforzada con dos entregas de la película ‘Ahora me ves’-, en la que prima la estética espectacular, Tamariz vuelve a poner las cosas en su lugar, reivindicando las raíces de su oficio, es decir, el retorno a la infancia y la licencia para las travesuras. Enseñó su pócima manual, artesana y autodidacta sin desvelar los ingredientes: el encanto está en el secreto.
Acompañado por el médium-mago Alán y la colombiana Consuelo Lorgia, su mujer desde el 2008 y procedente de una larga estirpe familiar en la nigromancia, exprimió al máximo la complicidad con el público: cuatro besos a las mujeres que iban de voluntarias (“cada uno liga como puede”) y chascarrillos jocosos, propios del surrealismo de Monty Pithon o Tip y Coll. Todo blanco y sin malicia ni compinches en las primeras filas.
Arlequín o bufón (en el buen sentido de la palabra), recordó que en esta corte hay “oficios dispares” tales como firmar cartas los lunes y martes o ser obispo, y reservó la parte final para homenajear sus maestros: Juan Antón y José Frakson. De ellos aprendió que la magia es, básicamente, pasión, convicción y comunicación, y que el aplauso fácil sólo sirve para hinchar el ego con el futuro riesgo de una explosión. Por eso es un mito humilde que acabó aplaudiendo el público al que había encandilado.
Como broche oro, el juego de la triple coincidencia que ideó hace veinte años y con el que dos barajas mezcladas hasta la saciedad acaban apareciendo en el mismo orden. Niaanoniaano y, cuál guitar hero, agitando su atronador violín en el aire. Tócalo otra vez, Juan.