En el mundo del cine y la televisión se dan pocas situaciones en las que un producto goza de un halo de vida propia, capaz de despertar gran curiosidad entre los aficionados a ambos medios.
El más prodigado dentro de la gran pantalla es el de los libretos que pasan a engrosar la llamada black list: aquellos guiones que, a pesar de su indudable calidad, no llegan a filmarse por motivos varios, sobre el que suele destacar la decisión de su viable comercialidad o no.
Para el, mal llamado, «formato menor», por el contrario, el primer lugar lo ocupa la cancelación de una serie de ficción. Sin embargo, no todos los productos pueden alzarse con la corona del mártir. En primer lugar hay que partir del único motivo relevante que lleva a suspender el programa y a dejar una historia inconclusa: la audiencia.
El cliente manda. Es un hecho tan antiguo como el concepto de comercio, y que no desaparecerá hasta que se extinga el mismo. Por suerte para el innumerable ejército de cadenas y productoras televisivas, los rangos de edad entre el público abarca actualmente un espectro mucho más amplio que hace unos escasos veinte años. Los preadolescentes maduran antes, o la sociedad los empuja a ello, la gente alarga su adolescencia hasta más allá de los treinta, y la mayoría de abuelos están a la última en tecnología, por no decir que se apuntan a un bombardeo. Todo esto ha servido para que el panorama seriéfilo mute, poco a poco al principio y como un tsunami en los últimos diez años, hasta ofrecer un catálogo de lo más extenso y variopinto, no solo en temáticas, sino también en términos de duración, horarios y formatos. Si hacemos un balance de todo esto vemos que el cliente más desatendido, hasta hace relativamente poco, era el más potencial a la hora de llenar las arcas de las productoras: el espectador maduro cuyos horarios de trabajo le impedían ver aquello en lo que estaba interesado. Nada que la televisión a la carta no haya podido arreglar.
Lo menos visto, sea en directo, streaming o por cualquier sistema de pago, tiende a ser descartado. Gran parte de estos programas lo merecen al ser productos con graves carencias técnicas: efectos especiales lamentables, guiones sosos, ritmos atrofiados, interpretaciones dignas de un huerto de razzies….
En otras ocasiones el asunto está en tierra de nadie, pues algunos espectadores la echarán de menos y otros no tanto.
Es en el menor de los casos cuando ocurren catástrofes como “Carnival” o “Hannibal”, series cuyo presupuesto excede la cantidad de espectadores necesarios para mantenerla viva. Imaginad por un momento que “Juego de tronos” viera su audiencia reducida a la mitad, seguiría siendo un número bestial, pero sin duda correría la suerte de quedar inconclusa.
No es ningún descubrimiento, pero la verdad es que hasta las excepciones tienen excepciones. “The booth at the end” cumple como ejemplo perfecto de lo que a series canceladas se refiere, detalle que junto al hecho de darla a conocer como la pequeña joya que es, supone la razón de que sea motivo de análisis. Lo que la diferencia de ejemplos como los anteriores es precisamente su presupuesto, nada abultado, pormenor que sobresale en el primer capítulo. Tampoco adolece de otro mal muy imperante en ciertas ficciones, la de temporadas que se extienden durante casi todo el año. Ni siquiera la duración de sus capítulos llega a los veinticinco minutos, algo que los espectadores habituales de sitcoms tienen bien asimilado. Los menos avezados se atreverían a achacarlo al ritmo, pero lo cierto es que este va más allá de ser bueno, de hecho el estilo de montaje y encadenamiento de la historia a través del uso de sus planos debería usarse como ejercicio en más de una escuela.
Su cancelación responde al culpable antes citado: la audiencia; pero no por la razón más previsible. A pesar de disponer de toda esta variedad citada al principio, el público, no deja de responder ante unos artefactos convencionales dentro de la narración. Cada género tiene los suyos, y solo los más extremadamente arriesgados, los casi considerados un sub-género, están desprovistos de ellos o, en su defecto, cuentan con unos pocos muy diluidos. Todas estas puntualizaciones solo dejan un lugar donde enmarcar a “The booth at the end”: en el de serie adelantada a su tiempo. Y un único status posible para aquellas canceladas injustamente: el de obra de culto.
Hulu.com, un sitio web solo disponible en Estados Unidos y que se apoya en la publicidad para ofrecer contenido vía streaming, fue el encargado de estrenar la primera temporada en 2011. La segunda, la que sería, a la postre, la última, dejando la serie inconclusa, vio la luz en 2012. El rodaje de ambas tuvo como escenario un clásico bar de carretera, siendo la segunda temporada filmada en un enclave real: la cafetería del hotel Barclay en Los Angeles.
Habida cuenta de lo mencionado respecto a la cantidad de ofertas actuales en la parrilla televisiva, suele resultar difícil encontrar motivos que lleven a visionar una serie cancelada hace cuatro años. “The boot at the end” cuenta con muchos, algunos que iremos viendo y otros que es mejor mantenerlos alejados del espectador que se disponga a disfrutarla.
Si hay que empezar por alguno, ese es, sin duda, su duración. Existe un punto realmente fuerte en que la serie completa no supere los diez capítulos, y que estos, a su vez, sean de unos precisos veintitrés minutos.
Su rodaje no implicó ninguna anécdota o dificultad reseñable, gracias al carácter sencillo de su puesta en escena. Evitar lo aparatoso de una filmación corriente y optar por una propuesta minimalista, se debió a algo más que un simple ahorro de costes de producción. En dicha decisión artística predominaba, por encima de todo, la intención de ligar al espectador a cada historia individual y que experimentase empatía gracias al carácter íntimo de la propuesta. Pero, ya se sabe, salirse de los mecanismos con los que el público está familiarizado es jugar con fuego, y, en este caso, las quemaduras sufridas por la audiencia fueron de tercer grado, pues pocos sobrevivieron a la exigencia de poner sus cerebros a participar. Para entender los motivos del riesgo corrido podemos, tirar de refranes como: menos es más, revisar el mayor paradigma del género cinematográfico de terror: siempre es mejor sugerir que enseñar, o hasta citar a Paco Umbral: cuando era un escritor joven y responsable quería describir minuciosamente todo, luego comprendí que al lector le basta con conocer un olor o color, esto le sirve mucho más. Todo viene a decir básicamente lo mismo: si sabes contarlo de forma simple, pero sin cometer errores, conseguirás que el espectador esté dispuesto a aceptar el reto de volver a la más pura raíz del principio de los tiempos. Cuando disfrutar de una historia era reunirse junto al fuego. No se trata tampoco de hacer creer que “The booth at the end” haya inventado nada nuevo. El film “Cube” sirve de ejemplo perfecto a aquello de un -único- escenario e historia sustentada en personajes bien escritos a los que vemos cambiar a lo largo de la trama. Ni siquiera alejándonos del vehículo audiovisual podemos evitar otros casos como los juegos de rol de mesa, donde unos dados, papel, lápiz y voluntad, basta para dotar de vida a lo que es relatado. Si dejamos todo eso a un lado, el estar ante una historia cuyo estilo narrativo exige al espectador ejercitar su imaginación, nos encontramos con el germen de la propuesta, y esta destila una calidad encomiable. Pero antes de llegar a ese punto o al de su aspecto puramente técnico, conozcamos un poco más de la serie.
Su protagonista principal es Xander Berkeley, clásico secundario de tv, especialmente por su papel en la famosa serie “24”, pero que los más viejos del lugar recordarán por su breve papel como padre adoptivo de John Connor en “Terminator 2”. El resto del elenco es de lo más heterogéneo, pues así lo requieren sus personajes, ya sea por sus diferentes edades o registros. Quizá la mayor curiosidad resida en el personaje de la hermana Carmel, una monja con la fe en horas bajas, encarnada por Sarah Clarke, actriz también perteneciente al reparto de “24”, además de esposa de Berkeley en la vida real.
La historia comienza con el hombre, nombre por el que se conoce al personaje principal, el único presente durante toda la serie. Lo encontramos siempre en una cafetería de carretera, en el asiento acolchado al final del local (de ahí el título de la serie), disfrutando de algún tentempié, a la espera de alguien que solicite sus servicios: conseguir a sus clientes cualquiera cosa que le pidan, sin límites. Da lo mismo la persona o el deseo, el hombre siempre reacciona de la misma forma, afirmando que la petición se puede conseguir. Tras consultar su misteriosa libreta de piel (un mcguffin que juega a ser más relevante de lo que parece) propone un precio a la persona interesada. No se trata de dinero, tampoco de un favor a cambio, no existe conveniencia alguna en los tratos. El hombre únicamente trasmite lo que encuentra en el diario: una acción a llevar a cabo y que va ligada de manera insustituible a la petición correspondiente. A veces es complicada, otras demasiado sencilla y en alguna ocasión excesivamente truculenta. Visto así recuerda en general a la clásica historia de pacto con el diablo, y muy en particular a la novela de Stephen King «La tienda» (“Needful Things”, en su versión original). Se suele decir que todo está inventado, pero es preferible pensar que las influencias existen para que nunca se pare de inventar, solo se necesita saber mezclar conceptos y tomar el desvío correcto. Aquí el protagonista no está concebido como un sujeto que disfrute de su trabajo. Al principio su postura está más cercana a la de un funcionario, pero, más tarde, empiezan a apreciarse matices de cómo dicha labor le supone cierta dosis de tortura, gracias a una interpretación sofisticada y llena de precisión. Berkeley ganó un premio Streamy por su papel en esta serie.
Durante el primer capítulo asistimos, básicamente, a una inmersión en el camino que desarrollará la serie. Gracias a los diferentes perfiles, deseos y pruebas a cambio, conocemos su mecanismo. El resto de la temporada se podría haber conformado, en especial debido a su corta duración, con contar varias historias interesantes y mostrar hasta qué punto llega la desesperación de algunos de sus personajes. No obstante, basarla solo en motivaciones como la necesidad, ambición o egoísmo, harían que el concepto de sacrificio perdiera su valor demasiado rápido. Por esa misma razón centra su interés en poner al espectador en la piel de cada uno. ¿Justifica nuestro amor por un ser querido el que intentemos salvarlo a costa de cometer un crimen atroz? ¿Seriamos capaces de jugarnos nuestra moral a cambio de ese milagro con el que llevamos soñando toda nuestra vida? Estas y muchas otras cuestiones, en las que es preferible no profundizar (“The booth at the end” es una serie que se disfruta más conociendo lo menos posible sobre ella), no dejan de ser un buen ejemplo del impulso humano, ese del que nadie escapa y todos sienten alguna vez, como pensar en que hay gente mala que merece la muerte a cambio de niños inocentes que mueren de hambre. Es ese sentimiento de justicia que nos invade en caliente, pero que meditándolo en frio nos plantea tantas dudas morales. Esta última postura es importante en el desarrollo de la trama, pues no todo es lo que parece. En algunos casos, las soluciones se pueden presentar en más de una forma y el término «prueba» cobra un cariz mucho más ético.
Teniendo en cuenta la diversidad de casos, perfiles y sacrificios, no es difícil imaginar cierta conectividad entre las diferentes historias, conformando una suerte de moraleja entramada que tampoco aporta nada nuevo a la manera en que se puede contar una o varias historias, pero que sí se postula como un ejercicio sobresaliente a la hora de emplear ese estilo entrecruzado que muchos se creen que inventó Tarantino.
El cierre de la temporada sigue los religiosos pasos de ese salmo casi obligado en las series actuales, el del cliffhanger. Pero si hay que destacar otra habilidad a esta serie, es la de tomar recursos y retorcerlos a su favor, no siendo en este caso una excepción. Durante toda la temporada existe un atisbo de cierta duda, una muy clara, rondando los pensamientos del espectador. Si el concepto de cliffhanger fue concebido para dejar al espectador con ganas de más, aquí es usado para lograrlo a través de una duda satisfecha, un premio a la participación que invita al deseo de seguir jugando. Y como ya se sabe, las segundas rondas suelen subir las apuestas.
Eso ocurre por completo en su excelente segunda temporada, en la que los pocos personajes que quedan evolucionan a un nivel más arriesgado, a la vez que interesante. Los deseos son más descabellados, pero dentro de una lógica y diversidad que los hace muy apetecibles, algo cuya emoción no hace sino ampliar la reciprocidad del espectador. Al mismo tiempo las pruebas también se tornan desgarradoras. Todo este incremento de calidad y valentía en el argumento hace que su cancelación se vuelva muy amarga, lo suficiente para considerarla mártir de las cancelaciones. En cuanto al cliffhanger de la segunda temporada, empuja los deseos del espectador hasta un límite en el que desearía participar en la historia a una escala mucho más real, la de poder pedir al protagonista que mirase en su libreta y le dijera cual es la prueba a cambio de concluir la serie.
Una vez disfrutada solo queda hacer un balance de la calidad del conjunto. Obviamente no estamos ante una proeza de la televisión a nivel técnico. La fotografía es bastante plana, incluso prescinde de esa calidad tan habitual en las series de los últimos años, más cercana al mínimo exigible de cualquier producción de elevado presupuesto. Aunque esta es una decisión que podría incluso tomarse como artística dado el carácter de sus escenas, muy cercanas a una entrevista no solo por el uso de su lenguaje visual, sino también por ese marco inamovible que es el local donde se desarrolla la trama. La música también es un apartado resuelto de manera digna y funcional, con una presencia meramente ambiental y que juega más a ser un extra o secundario puntual, que a personaje integrante de la historia.
El mayor potencial técnico de “The booth at the end” reside en tres apartados muy claros: Principalmente en su esforzado guión, ocasionalmente en la manera que evita abusar del plano contra plano, pero sobre todo en una coral de intérpretes enamorados de la idea, en mayor o menor medida, y, en líneas generales, muy entregados a ella. Con unas interpretaciones bastante creíbles en el peor de los casos y estremecedoras en el mejor de ellos, sin importarles su escasa aparición en pantalla, que tengan que repartirse entre todos un puñado de minutos por capitulo o que sus historias sea finitas y no los lleven hasta la siguiente temporada. Algo que lleva inevitablemente al personaje de Berkeley a brillar por encima del resto.
Este conjunto de frescura, corta duración, calidad del producto y reto a la mente del espectador, la convierte en una de esas pocas joyas a la deriva entre un mar de convencionalismos televisivos. Contar con un final enigmático y sin resolver, no supone suficiente razón para privarse de sus diez maravillosos capítulos, los cuales han sido añadidos recientemente al catálogo de Netflix.
Incluso se podría considerar su final abierto como parte del estilo que define a la serie como producto (en eso tampoco peca de originalidad) o, extremando el concepto de participación del espectador y siendo rebuscados, una última oportunidad para que cada uno elija en su mente el desenlace deseado.