Dicen por ahí que lo importante no es solo saber hacer buena música, sino tener la capacidad de propalarla en el momento oportuno, como un cometa que de repente ilumina el cosmos. Y eso es lo que le pasó al cuarteto de Manchester, The Stone Roses, con el lanzamiento de su primer álbum homónimo en 1989.
Un vinilo con once temas exquisitos, catalogados por el prestigioso semanario musical británico New Musical Express (NME) como «lo mejor del siglo XX», que exploran nuevos horizontes musicales con ritmos del acid-house en la cuna del britpop. Una especie de neo-psicodelia que trazó los surcos musicales de los noventa. En esencia, The Stone Roses catapultó a una generación hacia una nueva era musical a través de un fascinante agujero de gusano.
Veinticinco años después de su separación, con solo dos álbumes de estudio en su haber y un amago de retorno hace una década (con un más que discreto concierto en Razzmatazz, Barcelona), seguimos en una especie de eterno retorno a 1989. Porque después, todo se fue al garete: absurdos egos desmedidos, drogas por doquier y un conflicto interminable con la discográfica, hicieron que se desvaneciera el destello efímero de lo que parecía un cuerpo celestial.
En ‘The Stone Roses’ no prima solo la personalidad y el carisma de Ian Brown, porque esta obra maestra en cuestión -de la que se han vendido más de cuatro millones de copias- es el trabajo de la banda en su conjunto. Sin embargo, no podemos ignorar el carisma cautivador de Brown, el de un cantante casi sin voz, poco asertivo, pero embriagador. Y es que Ian Brown inculcó un estilo propio que ha sido copiado hasta el tedio por otros líderes (véase el caso de los Gallagher), tanto en el movimiento encima del escenario como en el peinado o en la forma de vestir.
A él hay que añadirle el genial guitarrista y co-letrista John Squire, que fue el motor de las once creaciones. En cuanto al dúo Mani / Réni (bajo y batería), ambos fueron los encargados de aportar la potencia necesaria a todas las composiciones. Y qué decir del productor John Leckie, que trató cada pieza con la delicadeza necesaria para alcanzar la perfección musical. Todo fue revisado y corregido por este genio de la producción para conseguir melodías soberbias que tendremos grabadas en la mente para la eternidad.
Desde la apertura, la hipnótica y pretenciosa I Wanna Be Adored te despierta la pasión por viajar y te hace saltar del sofá de un brinco. John Squire alcanza la cima con sus monstruosos riffs que se elevan con un poder desmedido. Más cierto es que Made Of Stone te recuerda el ambiente de los grandes festivales, con un público entregado, cantando más fuerte que el propio vocalista. Algo arrebatador y estimulante, que te sumerge en un trance gracias a los arpegios de Squire.
En cambio, el hipnótico Fools Gold es un objeto musical no identificado. Un tema de casi 10 minutos que roza el funk groove, muy cercano a los ritmos house. Esta delicia se convertiría en una pieza ‘disco’ mítica, alcanzando lo más alto de las listas británicas. Además, propulsaría definitivamente al grupo como punta de lanza del movimiento Madchester, junto a otras formaciones incipientes como los Happy Mondays o The Charlatans.
Nos adentramos, pues, en el corazón de creaciones extraordinarias, que mezclan nuevas energías, optimismo, cultura rave y su oscura cara de éxtasis. Y así se atestigua en la última pista I Am The Resurrection que suena tan bien o mejor que la primera, reafirmando todavía más la personalidad de la banda. Esta pieza no es solo un título, es algo maravilloso, una oda al talento, a la genialidad de una formación que parecía no tener fin.