White God (Feher isten, Kornel Mundruczo, 2014). Esta película lo tiene todo para ser una de las referencias cinéfilas del año, tiene alma, tiene pasión, tiene elegancia, tiene dureza, tiene un guión poliédrico digno de muchas interpretaciones y todas posibles, y tiene, por encima de todo, momentos visuales de belleza irrepetibles, escenas plagadas de poesía sin diálogo, con una banda sonora magnética, dignas de cualquier resumen del año, y, porqué no, al menos, de la década. Lo tiene todo, incluidos premios, menos su nacionalidad, algo que en un país tan poco dado a la cultura como éste, condena, de antemano, a cine tan grandioso, a la marginalidad de las pequeñas salas, al escondite bufonesco del público “diferente”, si, porque esta maravilla es húngara y eso, queridos, no lo levanta nadie en España.
Crítica de la película White God
La escena inicial, la escena final, reproducida en el cartel publicitario de la película, una carrera desesperada del animal protagonista de White God, “Hagen”, tras perder su naturaleza pacífica por culpa de los hombres y antes de iniciar una venganza que, a cualquiera nos parece justificada, huyendo hacia la libertad por las calles desiertas de una Budapest que semeja un próximo fin del mundo, un paseo despreocupado por la ciudad al lado de un dálmata todo clase y glamour, o alguna de las escenas en que Lili, la adolescente trompetista, recorre las calles buscando a su mascota, son parte de los momentos intensos y sublimes de esta recomendabilísima película europea.
Resumir el argumento es tarea peregrina, casi siempre lo es, si se dice que la historia habla de una niña dejada por su madre al cuidado de su padre, pareja de divorciados, en un Budapest donde la norma es tan arbitraria como para exigir que, quien quiera tener perros callejeros, entendiendo por estos los que no tienen pedigrí, han de pagar una elevada tasa o entregarlos en el “refugio”, sutil manera de llamar perrera a un verdadero campo de exterminio, que esta niña es una y carne de Hagen, un perro imponente pero cruce de varias razas, y que es abandonado por el padre en mitad de la ciudad para evitar problemas, haría flaco favor a la realidad de la historia, porque siendo cierto lo dicho, la manera y el modo de contar nos ofrecen múltiples variantes, y ante todo, White God comienza a elevarse sin pausa a partir del momento en que Hagen contempla, desconcertado, como su pequeña ama se marcha dentro de un coche sin esperar para recogerle.
El camino de Hagen es el camino de Espartaco, el mítico esclavo del imperio, siendo un sumiso siervo acostumbrado a obedecer y entregar cariño por cuidado, ha perdido su instinto animal salvaje, cuando es separado de Lili y no es capaz de encontrarla, irá cayendo y pasando de mano en mano de una serie de seres humanos que han perdido, precisamente, su humanidad. Cada una de estas personas irán enseñando a Hagen que la presencia del hombre es una amenaza, a fuerza de golpes aprenderá a luchar y a matar, es el hombre quien transforma en bestia al animal. Cuando Hagen acaba con un contrincante en una cruenta lucha de perros, su instinto, como el del gladiador, le lleva a compadecerse del compañero y a buscar y aniquilar al culpable (o los) en un plan digno de una película de cine negro.
El camino de Lili es el del flautista de Hamelin, el de la inocencia que ha de perderse como fruto del paso del tiempo, dejando de ser niña y pasando a ser mujer, todavía tiene esperanzas en que el amor resuelva los problemas. Cuando Hagen parezca que va a atacarla le dirá “por qué me miras así?. Perros y personas pasan a ser intérpretes con igual importancia a lo largo de White God, poco me importa si esas sugerentes galopadas animales son efecto digital o no, porque están llenas de sentido, de poder, de atracción visual necesaria para que todo parezca lo que es, una revolución, Lili es dueña del lenguaje de la música, calmante universal para todos los males, hasta en la antesala de la muerte, los animales contemplan extasiados a un Tom de dibujos animados tocando una pieza clásica en un piano, calmados instantes antes de ser aniquilados, como le pasaba a Sullivan en su famoso viaje viendo películas en el presidio.
No hay nada mejor en el arte que ofrecer más de lo que la literalidad parecería otorgar. Viendo “White god” no puedo dejar de pensar en episodios de la historia de Europa que todavía permanecen latentes. Los perros sin raza de esta Budapest fantasmagórica no dejan de parecerme a los judíos que en 1943-44 fueron salvajemente deportados y gaseados desde la Hungría fascista hacia los campos nazis repartidos por la Europa Oriental, la caza de los perros por estos nuevos agentes de orden canino no dejan de ser las nuevas hordas que llevan a cabo las razzias y los progromos del siglo XXI, la llegada al centro de acogida canina no deja de recordar lo que debió ser la llegada a los campos de concentración y de exterminio, la selección, los hábiles para sobrevivir a un lado, los desechos a otro, los susceptibles de ser acogidos por los arios a cambio de un dinero a unas jaulas, la masa destinada al gas y al crematorio a otras, los más afortunados destinados a una inyección letal, fuera del campo, aislado por un foso de agua que se antoja desinfectante, reina la ignorancia, la tranquilidad del ciudadano que no sufre porque no ve o no quiere ver, tal cual es ahora y ha sido siempre.
Por eso uno hasta se alegra de que Hagen haya aprendido lo peor de los humanos, a luchar y matar, porque será ese aprendizaje brutal, bestial, lleno de violencia, drogas, sufrimiento… lo que conduzca a Hagen al liderazgo. Sumergir a un pueblo en la brutalidad, en el pisoteo del más mínimo derecho puede conducir a la revolución, por exigua y temporal que ésta sea, olvidar que se ha de gobernar para la totalidad y no sólo para las élites puede producir que, las élites, terminen siendo tan escasas que las “hordas” sean capaces de acabar con los verdugos y apoderarse de la cúspide. La inteligencia de los perros se opondrá a la violencia de los hombres, aquellos pagarán con la misma moneda a quienes les han condenado al exterminio. La Hungría moderna reflejada en un episodio que parece una fábula moral con moraleja incluida, pero que ha de verse en clave de estudio político de un país gobernado, desde hace años, por la ultraderecha más antidemocrática de la UE. Una propuesta tan inteligente como la de Mundruczo seguro que ha pasado inadvertida para el oligarca de turno, no hay políticos en juego, no hay grandes ni elocuentes discursos, los diálogos son mínimos y fundamentalmente entre padre e hija, exige pensar para entender, y todo apunta a que nuestros políticos lo dejaron de hacer hace tiempo y se dejan dirigir, y si no es así, lo disimulan muy bien. Lo relevante son las imágenes. La distancia que diferencia a un dálmata de un perro callejero es la misma que la que diferencia a un urbanita del barrio de Salamanca de otro de Carabanchel, ninguna y muchas, ninguna que justifique discriminación y muchas que justifican la diferencia de clase y la lucha entre ellas.
Imágenes cuidadosamente filmadas, planos que diferencian la altura a la que se encuentran los protagonistas, cámaras a ras de suelo para los amigos de cuatro patas, a media altura para Lili, la joven y pequeña mujer, a medio camino entre la altura de su amigo Hagen y la de los humanos adultos. La estatura de Lili la diferencia hasta de sus compañeros de joven orquesta musical, siempre la veremos con una diferencia de edad y estatura brutal, como un ser a medio hacer, aferrada a sus convicciones y fidelidades, herida por sus progenitores, que renuncian a ella como si de un objeto intercambiable se tratara. Nunca un plano final podrá dar de si para hablar tanto y tanto sobre el arte del cine, recuerden ese dato, cuando lleguen los últimos cinco minutos habrán disfrutado de una de las joyas de este 2014, si hasta entonces pensaban haber visto una película excepcional, reparen en la grandeza del final. Un final abierto, o no tanto, un final en el que si nadie está dispuesto a ponerse a la altura de la mayoría es posible que termine, o depuesto, o gobernando injustamente. Aquí hay humanos y perros, cierto, pero en el fondo, ¿cómo nos tratan los gobiernos últimamente? Como a perros, aquí un director húngaro nos indica el camino de nuestra liberación. Hay vías abiertas, las urnas son la más civilizada, aunque si se lo dicen a estos inteligentes animales de la película White God es posible que aullaran a la luz de la luna ya que no pueden reirse.
A los acordes de la “Rapsodia húngara” de Ferencz Liszt la armonía puede volver a nuestras vidas, la música amansa a las fieras, pero en esta película ¿quiénes son las fieras? La respuesta es evidente, aunque también sabemos que, a la mañana siguiente, el orden se habrá impuesto porque no hay nada como apelar al terror de los votantes como para manejarles sin dobleces. Como nada nos pasa sin culpa, aquí tenemos el ejemplo de Hungría, ¿alguien se atreve a negar que a nosotros no nos pasa algo similar? Hay que elegir entre Tanhausser o la Rapsodia húngara, busquen las metáforas y hallarán las respuestas.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.