Y te despiertas, bien entrado el día.
Y parpadeas por el exceso de luz solar, que se filtra por entre las baldas quebradas de las persianas.
Y te masturbas, con pereza. Y te limpias con las sucias sábanas.
Y te levantas, carraspeando. Y te diriges al retrete, donde sueltas el gargajo, espumoso y amarillento. Y meas. Y tiras de la cadena.
Y piensas en Schopenhauer.
Y piensas que por qué estás pensando en Schopenhauer, mientras apartas los cacharros de la pila del fregadero, buscando un vaso limpio.
Y bebes. Y escupes. Y pones la cabeza bajo el grifo del fregadero. Bajo el chorro de agua helada. Y tu cabello se empapa, mientras el agua resbala por tu nuca y tu pecho.
Y vuelves al baño. Y te lavas las manos.
Y piensas que deberías comer algo. Y comes algo. Un poco de pan del día anterior y un trozo de embutido, algo rancio.
Y recuerdas el partido de anoche. Y caes en la cuenta, como otras tantas veces, de por qué no has vendido el televisor.
Y huele raro. Y no sabes de dónde viene ese olor.
Y descubres que viene de ti. Y decides que debes darte una ducha. Y te das una ducha. Y aprovechas para volver a masturbarte. Y te limpias con el chorro de agua.
Y te secas con una toalla blanca y negra. Y te lavas los dientes frente al espejo. Y decides que, tras 20 años de no hacerlo, no vas a empezar a peinarte ahora. Y te vistes por los pies, con boxers, pantalón deportivo azul, camiseta negra de manga corta y zapatillas de estar por casa.
Y, tras pisar diferentes sustancias, líquidas y sólidas, decides que es hora de limpiar un poco, por el riesgo de infección.
Y te pones a limpiar.
Y friegas los platos. Y limpias los fogones eléctricos. Y secas la encimera. Y la mesa. Y la bañera. Y el lavamanos. Y el inodoro. Y barres. Y friegas el suelo del apartamento.
Y oyes a tus vecinos follar, entre gemidos y golpes rítmicos en la pared.
Y piensas en masturbarte de nuevo, pero, ciertamente, estás muy cansado, por tu intolerancia al ejercicio y la limpieza.
Y te das cuenta de que sudas demasiado y deberías haberte duchado después, si pensabas limpiar. Y te arrepientes fugazmente de tus impulsos.
Y te adormeces.
Y te duermes.
Y, cuando despiertas, está cayendo la luz.
Y la bombilla aterriza en tu cara.
Y te levantas.
Y enciendes el ordenador.
Y tecleas.
Y finges que piensas.
Y el hambre, la sed, la masturbación pasan a un segundo plano. A una Realidad foránea, que hace verte desde fuera.
Y estalla una tormenta. Y miras las luces azules a través del desvencijado ventanal.
Y el contraste entre el frío exterior y la calefacción cubre de bruma el cristal.
Y te encuentras observando absorto la nada más inconcreta.
Y Janis da paso a Thelonius.
Y caes en la cuenta de por qué pensaste en Schopenhauer esta mañana.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.